Por Susana Levi

Según algunos cronistas, Friné, musa de Praxíteles y conocida hetaira griega, al ser juzgada por impiedad (delito por el que se condenó a muerte a Sócrates) además de por compararse con la mismísima Afrodita, y tras ver que la defensa no estaba funcionando, fue despojada por el propio escultor de sus ropajes mientras éste afirmaba que no se podía privar al mundo de tanta belleza. El jurado la absolvió por unanimidad.

Praxíteles desnuda a Friné ante el Areópago (1861) de Jean-Léon Gérôme

A finales de 2017 una activista llamada Mia Merril inició una petición online, que sumó en pocos días más de 9000 firmas y que a la sazón fue rechazada, para retirar el cuadro de Balthus de 1938 Thérèse soñando del museo Metropolitan de Nueva York. Se consideraba que la supuestamente sugerente postura, que deja ver la ropa interior de la niña (una vecina del artista que posó repetidamente para él y que tenía 11 años cuando se pintó esta obra), y el gato lamiendo leche a su lado forman una erótica de la pedofilia inaceptable para la sociedad contemporánea.

Estos dos sucesos, que parecerían tener poco que ver entre ellos más allá de un mayor o menor grado de desnudez femenina, comparten en realidad la manifestación una misma concepción de la relación entre ética y estética: su igualación. Friné es absuelta porque no se puede encontrar maldad en semejante belleza, de la misma manera que se pide la retirada del cuadro de Balthus porque su inmoralidad torna imposible considerarlo algo hermoso.

Es difícil recorrer la historia del arte (y de la cultura y el pensamiento en general) y no encontrar a cada paso un genio o autor canónico que haya justificado toda clase de barbaridades patriarcales («la tradición es larga: desde Nietzsche hasta Unamuno, / de Aristóteles a Darwin, desde Franco hasta Rajoy» que cantaba Gata Cattana) o directamente fascistas (véanse dos de los pensadores más importantes del siglo XX: Martin Heidegger y Carl Schmitt). Las preguntas, relativamente opuestas, que motivan esta breve nota son dos: ¿justifican las aportaciones de estos autores a la historia del espíritu humano su señalada misoginia? Y ¿semejante pensamiento (y acción), sin duda reprobable éticamente, invalida tales supuestas aportaciones a los campos artísticos y/o intelectuales?

La obra de 1938 ‘Therese Dreaming’ de Balthus

En mi opinión la respuesta a ambas preguntas, y por la que su contradicción es solo aparente, es un rotundo no. Quizá el más intuitivo (para un contexto como éste, que no para gran parte de la élite cultural de este país) sea el correspondiente a la primera cuestión. No importa lo significativo o relevante que haya sido un hombre cualquiera para algún ámbito del conocimiento humano, su machismo deberá ser enjuiciado con los mismos eximentes que tendría por su profesión un fontanero o un perito de la construcción al uso, es decir, ninguno. No importa el Nobel de Literatura ni la calidad narrativa de Confieso que he vivido cuando se trata de señalar y criticar la violación a su criada que el mismo Neruda desvela en esas sus memorias. Un gran nombre no puede servir de muro que invisibilice la podredumbre que se acumula en las biografías de obreros analfabetos como de músicos renacentistas por igual; y si la misoginia se reparte democráticamente entre hombres de todos los lugares y estratos sociales, ¿por qué no iba la justicia a hacer lo mismo?

En cuanto a la segunda pregunta, quienes la contestasen afirmativamente estarían en consonancia con la idea tras la proclama en contra de la tauromaquia: «la tortura no es arte ni cultura». El error que a mi parecer comete esta línea de pensamiento (y aunque sea por evitar malentendidos, aclaro que soy vegana y me considero una persona antiespecista) es el de comprender el «arte» y la «cultura» como bienes en sí mismos, «como si el valor de la sinfonía 25 [de Mozart], pongamos por caso, derivase de su condición cultural, cuando es la “cultura” la que recibe su valor por albergar en su reino a la sinfonía 25» que señalaba Gustavo Bueno. La tauromaquia es tan cultura en España como lo es Verdi en Italia o la ablación genital femenina en más de 29 países africanos, lo cual ni afirma ni niega nada sobre su estatus moral. Una obra es obra por razones distintas de por las que es misógina; no se trata tanto de decir que lo moralmente incorrecto no es por ello arte, sino que, incluso siendo arte, y quizá muy bueno, este hecho nada justifica.

En 2007 el artista costarricense Guillermo Vargas encadenó a un perro en una sala de la Galería Códice en Nicaragua sin acceso a sustento alguno y al lado de la frase «Eres lo que lees» escrita con comida canina en la pared. La inspiración de la obra fue un suceso acaecido poco antes y sin eco alguno en el espacio mediático en el que un ladrón murió por el ataque de un grupo de perros mientras era observado por impasibles viandantes y policías; siendo parte del quid de la pieza el mostrar la hipocresía en la masiva movilización internauta que provocó (más de cuatro millones de firmas para la liberación del animal) mientras ni una sola persona alimentaba con la frase de la pared al pobre perro en la galería. El propio Guillermo Vargas suscribió la petición alegando que un artista debe siempre firmar su obra. Las dos preguntas rectoras del texto se condensan aquí: lo sangrante de esta instalación no está reñido con, en mi opinión, un elevado valor crítico y artístico, que a su vez no despeja en absoluto mis ganas de atar a su autor en una pieza de justicia poética, quizá bajo la frase, dirigida esta vez no al público sino al creador: «Eres lo que escribes».

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