Por Sara Armada Díaz

Belako son sólo un ejemplo de la enorme estampida de grupos mixtos que en los últimos años han ido haciéndose con la escena del indie-rock. Otras de las agrupaciones que evidencian esta conquista son Carrera, La Plata o El Columpio Asesino.

La reivindicación de un hueco para la mujer dentro de la historia de la música es una batalla que se lleva librando en la musicología feminista desde los años 90. Esta lucha, aunque a día de hoy sigue siendo objeto de discusión, ha ido dando sus frutos a lo largo de los últimos años, logrando superar sus retos iniciales, así como planteando otros nuevos. Así pues, pese a que en un primer momento la elaboración de una historia de la música en la que las mujeres fuesen las protagonistas—práctica a la que los musicólogos nos referimos como “historia compensatoria de la música”— era una apremiante necesidad, a día de hoy se trata de un objetivo superado y obsoleto dentro de la disciplina. En otras palabras: tal historia paralela de la música nunca fue un fin, sino más bien un un mal necesario para conseguir el verdadero propósito, que era la integración de ejemplos femeninos en la historia de la música general.

En esta misma línea, y trasladando esta pequeña introducción al caso que nos ocupa, no debemos caer en la tentación de pensar que las “bandas de chicas” son la (única) meta de una escena indie feminista e inclusiva, un error en el que suele caer la prensa musical actual —irónicamente, muy pocas veces redactada por musicólogos, pero eso es debate para otro día—.  “Ellas son la banda”,  dicen algunos titulares que tratan, sin mucho éxito, de adscribir su contenido al ideario feminista. Sin embargo, un discurso que elogia a las bandas femeninas por no tener hombres en su formación es, a nivel de la escena musical, el equivalente a la creación de una historia de la música compensatoria: un medio, pero en ningún caso un fin.

En efecto, ellas son la banda, pero no llamemos a engaño: lo son haya o no haya hombres de por medio. ¿O es que acaso buscamos una escena diferenciada en bandas de chicos y bandas de chicas? O, mejor aún: ¿aspiramos a la segregación de las mujeres a un subtipo de indie asociado a lo bonito, lo colorido, lo dulce y lo tonti?

No es ninguna sorpresa encontrar artículos que encajan a las bandas de chicas dentro de una imagen arquetípica de feminidad: describiendo su música bajo términos como “desenfadada” “natural” “joven” o “colorida”.

Concebir que las únicas bandas empoderadas de la escena son aquellas hacen música para mujeres y sin ningún tipo de mediación masculina, no sólo es simplista en tanto que no cuestiona ningún tipo de rol, sino que además reproduce un discurso que segrega a las mujeres en un nicho femenino de la escena, y por ende perpetúa el binomio masculino/femenino dentro de la misma.

Discursos como éste, lejos de seguir una lógica feminista, tan solo dan una palmadita en la espalda a las mujeres por estar en su lugar: un lugar típicamente femenino dentro del rock. Pero no me malinterpreten: se trata de un espacio válido y necesario, una exaltación de lo femenino en un campo donde nunca ha existido. No obstante, el auténtico propósito para con las mujeres indies no es que ocupen ese espacio típicamente femenino dentro de la escena, sino que tengan cabida en cualquier tipo de discurso, sea lo “duro” (o, si se quiere, típicamente varonil y masculino) que sea. Plantear que las mujeres sólo son dueñas de su música cuando no hay hombres a su alrededor, es plantear que, cuando los hay, ellas ni pinchan ni cortan. ¿Dueñas de su música? Siempre, haya o no hombres delante.

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