Por Azahara Escudero Béjar
A día de hoy, en pleno siglo XXI, las mujeres hemos ido consiguiendo, gracias a las luchas de todas las que nos precedieron, poder tener un papel en la música fuera del ámbito privado y doméstico.
Aún así, todavía nos tenemos que enfrentar a situaciones de discriminación, sexualización e infravaloración intelectual y artística, simplemente por ser mujeres.
Como muchas mujeres, yo he vivido este tipo de situaciones en mi propia piel, y me parece importante hablar de estas sin tabúes ni miedos, para que otras se atrevan a hablar.
En octubre de 2018 me contrataron por primera vez para interpretar durante una cena en un domicilio familiar. El trabajo estaba remunerado a 20€ la hora, y yo tenía horario de 21:00 a 23:00. Lo que pasó fue que la cena se alargó, y puesto que dependía del vehículo de la familia para volver a casa, tuve que esperar dos horas más, claro, en las que me pedían que siguiera trabajando.
Mi sorpresa llegó en el trayecto de vuelta a casa en coche con el padre de la familia, que no solo no dejó de elogiar mi aspecto físico y repetir constantemente que le gustaba mucho “mi faldita de cuero”, sino que me tocó la pierna de una forma muy incómoda para decirme que le gustaban mis pulseras, e insistía en que le dijese qué iba a hacer después y dónde vivía para dejarme en mi puerta. Me bajé del coche después de haber trabajado 3h y media, lo que supondría 70€, y me entregó un billete de 50€, alegando que me pagaba 10 más “por lo guapa que iba”, cuando me estaba pagando menos. Al día siguiente me escribió vía WhatsApp y, después de decirle que no podía dar clase a sus hijas por mi horario, me dijo literalmente que el yoga me lo podía dar él, y podía ser todo lo que yo quisiera. Sin responderle, me volvió a escribir: “¿Dónde te has dejado la faldita de cuero?”.
He trabajado también en verbena, donde la jefa, siendo mujer, nos hacía ponernos tacones y ropa con la que no me sentía muy cómoda y, a pesar de ser más permisiva con el vestuario, el manager (que sí era un hombre) le pedía en las actuaciones que los chicos salieran menos y que estuviésemos más tiempo nosotras arriba bailando. Me sentí como un objeto de entretenimiento, teníamos que bailar todo el rato, sonreír y, por qué no, mostrarnos provocativas, y si no lo hacíamos no nos daban más bolos.
Otra experiencia ha sido más reciente, en un proyecto ajeno a mí, en el que me llamaron a participar. Dirigido por un hombre, con todos los músicos hombres, menos yo.
En el ensayo constantemente se veía un trato desigual. Si bien es cierto que yo me sentía pequeña frente a los músicos al ser más experimentados y de mayor edad, el jefe del proyecto se tomaba toda la libertad del mundo para hacer comentarios como: «los hombres tienen que seguirte a ti, que eres la cantante, te tienen que seguir, como hacen normalmente” o “tú eres una especie de Lolita del Blues, y la gente, cuando subas a cantar, te va a ver así, y te deben ver así”. Además de sentirme incómoda y enfadarme, sentía que estaba ahí para ser mirada. Sí, todas conocemos esa mirada que nos causa repulsión.
Me han llegado a ofrecer dinero por la calle a cambio de actos sexuales, hombres mayores, o en mitad de un centro comercial. He tenido profesores que me han mirado -volvemos a la mirada- de arriba y abajo, y decían “ vamos a crear un conservatorio nudista, y tú lo inauguras” o el “qué guapa ibas el otro día con los labios rojos”, acompañado de su respectiva entonación y mirada depredadora.
Esto pasa, y sigue pasando a diario, mientras la mayoría nos callamos y aceptamos este tipo de situaciones como lo que nos va a pasar, lo que nos toca. Me parece que es momento de no aceptar, de respetarse, de poner límites. He trabajado con muchos hombres maravillosos, pero hay patrones que en algunos hombres, sobre todo de edad más avanzada, siguen atentando contra nuestro trabajo.
Hoy he venido a hablar de mí, pero otro día podrías ser tú, que estás leyendo esto, quien se vea en esta situación. No te calles.
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