El pasado viernes 7 de febrero tuve el privilegio de asistir en el Teatro Alhambra de Granada a una magnífica obra de teatro del siempre inconmensurable Shakespeare, con la magnífica puesta en escena llevada a cabo por la compañía Barco Pirata. Os dejo el enlace a una resena de esta obra que he publicado en el blog cicutadry.
James Stewart, el actor honesto
Si ha habido un actor que ha encarnado al prototipo de hombre normal, sencillo y honrado, ése ha sido, sin lugar a dudas, James Stewart. En casi todas sus películas, ya sean las deliciosas comedias de Frank Capra, las películas de suspense que rodó con Hitchcock o los numerosos westerns que realizó con algunos de los mejores directores de este género como Anthony Mann o John Ford, en todas ellas, como digo, podíamos ver al genial actor encarnando a un hombre bueno, sincero, recto, con una idea de la justicia que anteponía a cualquier otra cosa. Y todo ello sin ambages, sin poses ni grandes efectos dramáticos. James Stewart nunca encarnó a un héroe de acción; toda la heroicidad de sus personajes radicaba en su honestidad. James Stewart poseía una de esas miradas que lo dicen todo de una persona. Mirando al hombre uno podía entrever que en todos sus personajes había algo de él mismo, que esa mirada limpia y sincera no podía provenir tan sólo de una interpretación, sino que el actor y sus personajes se habían convertido simultáneamente en el paradigma del hombre sencillo. Creo que esa sencillez, esa normalidad, esa transparencia que destilaban sus personajes fue lo que encumbró a James Stewart a lo más alto.
En estos días de fiestas navideñas siempre me vienen a la memoria escenas de algunas de sus películas, en especial las que rodó con Frank Capra, y muy en especial la famosísima ¡Qué bello es vivir! cuya proyección en televisión es casi inevitable en estas fechas, para dicha y deleite de todos los cinéfilos que nunca nos cansaremos de contemplar una película magistralmente dirigida e interpretada.
James Stewart era un tipo algo desgarbado, alto, muy delgado, de ese tipo de fisionomías que uno presume que debía de tener grandes dificultades a la hora de sentarse al volante de un coche, o en la butaca de un cine, porque no le cabían las piernas. Tenía unos andares algo patosos, una forma divertida de estirar el cuello y levantar la cabeza, un ligero tartamudeo, y pese a todos aquellos inconvenientes que para un actor debían ser verdaderos obstáculos, era capaz de transmitir con una sola mirada más de lo que se pueda decir con un monólogo de cinco minutos, porque por encima de todo eso poseía el don más preciado por cualquier artista: el encanto. Ya no era sólo una cuestión de talento innegable, sino de ese encanto; James Stewart era de esos actores que sabían hablar con los ojos, los que interpretaban papeles de personas que nunca se rinden, capaces de infundir optimismo, de dar ánimo y esperanza al espectador que encontraba creíble que pudiesen existir personas así, personajes y personas como él.
Y es que sus personajes parecían pensados para él, hechos a su medida. James Stewart fue en más de una ocasión un caballero sin espada, dentro y, estoy seguro de ello, también fuera de la pantalla. Su honestidad era tan grande que incluso sus personajes eran capaces de reconocer cuándo el mérito de alguna de las acciones que se le atribuían no había sido suyo, como sucede en la magnífica película El hombre que mató a Liberty Valance, donde nuevamente vemos a un actor desgarbado, débil físicamente pero cuya valentía se demuestra, no con una pistola, sino con su actitud ante la vida. Y es que en unos tiempos de crisis, corrupción y decadencia en los que los valores están de capa caída, siempre es bueno ver películas que nos estimulen a reflexionar sobre nuestra sociedad y a fomentar un espíritu crítico, responsable y luchador ante la adversidad, es decir, intentar al menos acercarse a las cualidades que emanan de los personajes de James Stewart, tan lamentablemente despreciados hoy: perseverancia, valentía, honradez, integridad y espíritu luchador.
En estos días siempre propicios a pensar en los buenos propósitos del año que empieza, animo a reivindicar la figura de este actor simplemente viendo alguna de sus películas, si bien, por empezar el año con una sonrisa, propondría cualquiera de sus maravillosas comedias: las de Frank Capra, Lubitsch o George Cukor. De todas sus comedias confieso que hay una por la que yo siento especial debilidad: El invisible Harvey. Si no conocen esta película, hagan por verla y comprobarán que todo lo que he dicho de James Stewart queda demostrado de una forma patente incluso en una película como ésta. Nadie salvo él hubiera sido capaz de convencer al espectador de que tenía por amigo invisible nada menos que a un conejo de dos metros de alto, más alto incluso que el propio James Stewart. Ahí es nada.
Cuentos completos. Roberto Arlt
El caso de Roberto Arlt en la literatura es bastante especial, pues cultivó prácticamente todos los géneros: novela, relato, teatro, crónica de viajes, y periodismo (además de, algo ciertamente inusual, una poco conocida faceta de inventor fallido). De todos esos géneros el que quizá lo hizo más popular en Argentina, fue la serie de crónicas que publicó bajo el título de Aguafuertes porteñas. Creo que la faceta más difundida actualmente es la de novelista gracias, sobre todo, a Los siete locos y a su continuación, Los lanzallamas. Aunque no pase desapercibida, creo que su labor como cuentista es la más desconocida y, en mi opinión, la más valiosa de este singular escritor. Un amigo de Roberto Arlt dijo en una ocasión de él que desde que lo conoció en la escuela “tragaba libros y vomitaba cuentos“. Su amigo no hablaba en vano, pues a lo largo de su vida Arlt escribió más de setenta relatos que fueron publicados en dos volúmenes diferentes: El jorobadito y El criador de gorilas.
Los temas que trata Roberto Arlt en sus relatos suelen rozar el terreno de lo escabroso: el masoquismo, las humillaciones, la misoginia, así como una crítica continua a lo que Buñuel llamaría “el discreto encanto de la burguesía”, contra la que Arlt arremete criticando su hipocresía, y el resentimiento que, según él, es inherente a esta clase social debido a sus aspiraciones frustradas por ocupar una posición social y gozar de riqueza. Otro tema recurrente en Arlt es el de los personajes marcados física o psicológicamente con algún tipo de tara.
En cuanto a su estilo, al escritor siempre se le ha criticado por su aspecto tremendista que, además, jamás trató de pulir adornándolo con un lenguaje refinado o revestido de palabras que suavicen los argumentos de sus historias. A Roberto Arlt le interesaban las tramas y sus personajes con toda su crudeza, y en ese sentido, siempre logró mantenerse fiel a sí mismo. De hecho, él mismo advierte en el prólogo de El jorobadito que se trata de “un libro trabajado por calles oscuras y parajes taciturnos, en contacto con gente terrestre, triste y somnolienta” y donde “los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tinieblas que a los luminosos ángeles de las historias antiguas”.
El jorobadito consta de nueve cuentos cuya temática es, como ya se ha adelantado, la culpa, la humillación, la moral burguesa y la misoginia, ésta última abordada desde la perspectiva del hombre casado que debe renunciar a desarrollar su personalidad para sucumbir al convencionalismo y dedicarse en cuerpo y alma a mantener a su familia. Esta temática aparece en cuatro de los nueve cuentos: “El jorobadito”, “Ester Primavera”, “Una tarde de domingo” y “Noche terrible”, en los que se pueden leer frases como esta: “Casarse es una forma de suicidarse. Y yo no estoy dispuesto a morir.” O esta otra: “Todos somos hombres buenos. Pero de cada uno de nosotros se burla alguna mujer.“
“La luna roja” y “El traje del fantasma” son cuentos que abordan el género fantástico. En “La luna roja” asistimos a un juicio final en donde desfilan hombres junto al resto de los animales, todo ello bajo una luna ensangrentada.
“Pequeños propietarios” tiende más bien al estilo de la crónica, estilo que ya usó e sus conocidas Aguafuertes porteñas, en el que trata de referirse a los problemas más cotidianos donde la lucha por la vida se centra en el aspecto materialista por conseguir dinero.
“Escritor fracasado” es un largo relato en el que Arlt se lamenta de la suerte de aquellos que aun siendo escritores con talento son denostados por los críticos literarios.
“Las fieras” explora el inframundo de la sociedad argentina, con prostitutas, delincuentes y gentes de mal vivir como protagonistas del relato.
En cuanto a los relatos de El criador de gorilas surgen de un viaje de Roberto Arlt a España y Marruecos. Si bien recorrió España de norte a sur y recorrió la mayoría de sus regiones, Arlt quedó mucho más impresionado por el exotismo de Marruecos, que tal vez le recordó a las legendarias historias de las Mil y una noches. De este modo las aldeas del Rif, las ciudades de Tánger, Tetuán o Fez, con sus bazares, sus calles laberínticas, sus mezquitas y sus costumbres tan diferentes dejaron una huella evidente, pues la mayoría de los cuentos que componen este libro provienen de sus experiencias por el norte de África. Tal vez recubierto de todos los tópicos posibles, Roberto Arlt no escatima en describir en sus relatos todos los elementos de ese exotismo que tanto le fascinó: los habitantes de las ciudades vestidos con chilabas y calzados con babuchas, las mujeres cubiertas con un velo y los hombres con turbantes, las llamadas a la oración desde los minaretes, los encantadores de serpientes, y todo el folklorismo asociado a ese mundo.
Todo ello lo recoge Arlt en sus cuentos y lo desgrana, utilizándolo para construir historias de terribles venganzas o de cruentos asesinatos. En el relato que da título al libro, Arlt se traslada al Congo para hacer morir al protagonista devorado por las termitas. En otro relato nos habla de temibles tribus caníbales que habitan en la África más profunda. Venganzas, castigos y deshonor son otros temas tratados recurrentemente en varios de estos cuentos. La búsqueda de una flor mítica, la orquídea negra, la terrible enfermedad del sueño que afecta a personas, la existencia de plantas y de animales que parecen devorarlo todo se relatan de una forma inquietante que en absoluto puede pasar desapercibida. En el cuento “Rahutia la bailarina” Arlt hace una rara concesión al amor como una forma de redención, pese a lo cual, sus cuentos permanecen fieles a un estilo muy particular, un estilo ágil, directo, cruel, un estilo que reniega del afán ampuloso y que parece más cercano a la simple eficacia periodística, con argumentos plagados de destellos geniales.
Trabajos forzados. Daria Galatería
Una de las preguntas más recurrentes que en las entrevistas se suele hacer a los escritores noveles cuando ganan algún certamen literario o cuando han conseguido, tras un importante esfuerzo, encontrar una editorial que se atreva a publicarles sus libros es la de si se puede vivir de la literatura, entendiendo por ello, obviamente, si las ganancias que les reportan sus libros les permitirían vivir como si ésa fuera su profesión. Personalmente, me han hecho esa misma cuestión más de vez, y siempre respondo lo mismo: que quitando a los escritores de best-seller, a muy pocos, incluso dentro de los ya consagrados, les resultaría posible vivir de forma exclusiva de lo que les reportan sus libros. Raro es el autor en nuestros días que no complementa su labor literaria con otra de corte periodístico (aunque se argumente que eso también está relacionado con la escritura) o académico, dando clases o dictando conferencias en universidades, centros culturales u otros foros por el estilo. La pregunta en cuestión siempre me ha causado un poco de perplejidad, porque intuyo que quienes la realizan piensan que tras la escritura de un libro, ya sea una novela, un ensayo o un libro de poemas, radica un afán exclusivamente lucrativo, económico, cuando la realidad es que en el mundo literario existen muy pocos escritores que se puedan jactar de que viven o han vivido de sus libros y mucho menos que se hayan enriquecido con ellos.
Traigo este comentario a colación del libro que hoy me propongo comentar: Trabajos forzados, porque en este libro se habla precisamente de eso: de los trabajos con los que realmente se ganaban la vida (a veces penosamente) muchos de los escritores que con el tiempo alcanzaron la fama o la gloria literaria. Y resulta curioso comprobar cómo, en muchas ocasiones, los oficios que desempeñaban todos aquellos genios de la literatura no tenían, ni por asomo, ninguna relación con el mundo de la escritura o de la cultura.
Por supuesto, este libro no pretende ser un catálogo exhaustivo de todos los escritores cuyas formas de ganarse la vida han estado al margen de la literatura. Eso habría supuesto un esfuerzo casi enciclopédico, pero lo que Daria Galateria hace en su lugar una interesante selección de escritores que ella considera representativos que se podrían clasificar o agrupar por el tipo de trabajo que desempeñaron.
Así tenemos una primera agrupación de aquellos escritores que se vieron obligados por las circunstancias a desempeñar los más diversos oficios, auténticos buscavidas capaces de aceptar lo que fuera para sobrevivir. Éste fue el caso de Maximo Gorki, Jack London, Bukowsky o Blaise Cendrars, quienes desempeñaron los más variopintos oficios, a menudo ingratos. Máximo Gorki fue estibador, cocinero, pescador, e incluso un vulgar ladrón. Jack London, tuvo una vida agitada como viajero, aventurero, cazador, buscador de oro o marino. Bukowsky tuvo multitud de trabajos de los que solía ser despedido por sus problemas con el alcohol, y acabó siendo un cartero. Blaise Cendrars fue entre otras muchas cosas fogonero, vendedor, saltimbanqui, pianista, y descargador. Nadie pensaría en principio que personas con estos oficios, que podían ser verdaderamente duros y fatigosos, pudiesen ocupar su escaso tiempo libre para escribir.
En el otro extremo tenemos a Paul Claudel, Paul Morand o André Malraux que desempeñaron una carrera en el mundo de la política. Los dos primeros trabajaron como diplomáticos. Malraux comenzó su carrera como diplomático pero llegó mucho más lejos: acabó siendo ministro con De Gaulle. Tampoco tuvieron muchas dificultades económicas escritores como Colette, que terminó siendo empresaria de productos cosméticos; Italo Svevo, que fue un acomodado empresario industrial para quien la escritura era un pasatiempo; Carlo Emilio Gadda y Boris Vian, ambos ingenieros, o Jean Giono, que trabajó toda su vida como banquero.
También se menciona a aquellos escritores cuyas profesiones, sin ser excesivamente penosas, les resultaban aburridas; aquí se inscriben los escritores de la rama más burócrata, como Franz Kafka, que toda su vida trabajó como agente de seguros, o Thomas Eliot, que fue un contable y empleado de banca, o Raymond Chandler, que fue durante mucho tiempo contable (aunque episódicamente llegó a trabajar en una agencia de detectives).
Asimismo hay una serie de escritores que componen una auténtica miscelánea de profesiones, a cual más variopinta. Así la autora nos habla de Lawrence de Arabia, militar; Louis-Ferdinand Céline, médico; Jacques Prévert, empleado de almacenes y repartidor; Antoine de Saint-Exupéry, aviador; George Orwell, que fue policía, lavaplatos y llegó a vivir como un vagabundo; Bohumil Hrabal, primero agente de seguros y más tarde obrero en una acería; Ottiero Ottieri, empleado de fábrica; Bruce Chatwin, empleado de una galería de arte.
Daria Galateria nos ofrece una breve biografía de cada uno de estos escritores, sin ahondar demasiado en detalles personales y centrándose más en anécdotas personales, en sus experiencias vitales, tal vez porque la autora intuye que conociendo lo que eran y cómo vivían podemos entender qué era lo que les empujaba en cada uno de los casos a escribir. Algunas de las experiencias vitales relatadas, como los casos de Gorky o London, son impresionantes.
Cesare Pavese dijo aquello de que trabajar cansa. En el caso de muchos de los protagonistas de este libro el trabajo era un tiempo malgastado, un calvario, o simplemente una necesidad para ganarse el sustento. Los perfiles tan variopintos que Daria Galateria retrata independientemente de que desempeñasen oficios más o menos abnegados, duros, penosos, poco gratificantes o simplemente aburridos, responden en cualquier caso a esa cuestión a la que me refería al comienzo de este articulo: de la literatura no se vive. Otra conclusión que se extrae de este libro puede ser que si bien uno podría imaginarse que un escritor con una vida monótona no puede tener una vida interior creativa, nos equivocamos. Lo bonito de esa conclusión es que, por encima de todas las incomodidades y zozobras, todos los autores reseñados se entregaron en cuerpo y alma a una labor vocacional con la que no ganaron gran cosa, salvo la satisfacción de rellenar unas páginas en blanco. Y la conclusión que dejo para el final, que puede resultar sorprendente, es que la mayor parte de sus protagonistas afirman que el oficio más duro y sacrificado de sus vidas fue el de escritor, incluyendo casos como los de London o Gorki. Quien no haya escrito nunca, quizá se sonría pensando que esto es algo exagerado. Yo me limito a sonreír.