El primer libro que leí de Alice Munro supuso para mí todo un descubrimiento. Las lecturas posteriores no han hecho más que confirmar que es una virtuosa del relato corto y una narradora con un talento innegable.
Afirmar que la rutina, la cotidianidad, la normalidad casi tediosa de unas vidas pueden tener algún interés es algo que sin duda nos podrá sonar paradójico. La maestría de Alice Munro consiste precisamente en eso: en hacernos sentir que una vida cualquiera puede ser transformada, por mediación de la literatura, en una pequeña obra de arte.
Lo que convierte a Alice Munro en una escritora portentosa es esa manera con que es capaz de narrar con sutileza, e incluso con delicadeza, las situaciones más brutales y desgarradoras.
Casi todos los cuentos de Munro contienen realidades ocultas, secretos y culpas a las que nos asomamos sin saber muy bien qué nos vamos a encontrar. El punto de vista que adopta la narradora suele ser la tercera persona, pero, por extraño que pueda parecernos, se trata de una tercera persona muy presente y muy cercana al personaje protagonista. Es como si Munro estuviese a la vez dentro y fuera de la historia, lo que provoca a veces la sensación de estar no sólo siendo testigo de la acción, sino compartiendo una parte de ella.
El lector que espere que en sus narraciones sucedan acontecimientos extraordinarios, imprevistos, o finales con un giro sorprendente, probablemente se decepcionará. Pero incluso en esos casos, bastará con que el lector tenga un ápice de sensibilidad literaria para distinguir las pequeñas perlas con que nos deleita Alice Munro en sus páginas.
El estilo de Alice Munro exige una actitud, una predisposición especial, pues sus textos no se centran en lo meramente narrativo sino más bien en lo descriptivo, en las pinceladas sutiles que son los que nos permiten comprender el mundo de sus personajes y en los que a menudo podemos vernos reflejados. Se trata de mundos estáticos, pequeños, cerrados, como cuadros de interiores pero con situaciones familiares, fácilmente reconocibles. Alice Munro no precisa de grandes efectos dramáticos; toda la tensión narrativa se describe no a través de acontecimientos especiales: la muerte de alguien por ejemplo, sino a través de los sentimientos de los personajes, sus estados de ánimo, sus reacciones, sus fracasos, el resentimiento, la nostalgia o la decepción que los vence, pero ni siquiera dichos sentimientos son descritos o analizados de forma rigurosa, sino que la autora los deja entrever, los intuimos, nos acercamos a ellos de igual modo que los personajes lo hacen en todas sus obras: con absoluto sigilo.
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