Los primeros días: un choque de realidades
Recordar mi experiencia en Tegucigalpa es como revivir un sueño. Tengo recuerdos que a veces se vuelven borrosos, pero todos ellos están impregnados de una emocionalidad muy fuerte. Antes de viajar me pasé horas viendo vídeos, fotografías e intentando imaginar cómo sería todo: con quién viviría, qué cosas haría, cómo sería mi día a día. Creía que podía anticipar algo tan grande, pero ninguna de esas imágenes se acercaba mínimamente a lo que realmente viví.
Mi intención inicial era llevar un diario que me permitiera registrar cada momento, cada emoción, cada pequeño detalle que pudiera escapárseme. Sin embargo, pronto descubrí que aquello era imposible: había demasiado que sentir, demasiado que aprender, y ponerlo en palabras resultaba imposible.
Los primeros días fueron un auténtico bombardeo de estímulos. Honduras me recibió con una mezcla de dureza y ternura. Recuerdo la sensación extraña de no poder salir sola a la calle, de depender de alguien para moverme con seguridad. Recuerdo las casas sencillas, muchas construidas de madera, de lámina, otras apenas sostenidas sobre colinas de tierra. En cada esquina había niños con ropa gastada, algunos pidiendo dinero, niñas cargando a sus hermanos pequeños en brazos como si ya fueran madres a pesar de su corta edad.
También recuerdo los jóvenes que compartían sus historias de sacrificio para poder estudiar: algunos caminaban más de dos horas cada mañana para llegar al colegio; otros trabajaban desde muy pequeños para poder ayudar a sus familiares.
Pero junto a esas escenas duras descubrí la otra cara de Honduras: la calidez de la gente, la música y bailes que nos enseñaban, los colores tan vivos de las paredes, el olor de las comidas típicas, pero sin duda lo que más me sorprendió fue toda la naturaleza y los maravillosos paisajes verdes que tenían.
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