En la actividad docente, antes de evaluar la consecución de competencias, se debe informar al discente de los entregables necesarios para medir el grado de consecución, y al mismo tiempo los criterios de evaluación (umbrales, partes estancas, promedios ponderados…) fijados para la materia en cuestión, con independencia del docente que la imparta (a través de la guía docente aprobada). Sin embargo, igualmente, cada docente debería explicar su rúbrica [1] y baremo de valoración (escala de calificaciones, puntuaciones) con el que desarrolle su discrecionalidad técnica. Bajo este derecho, el docente puede corregir desajustes observados en el curso que serían lesivos para los discentes con la aplicación numérica estricta de los criterios de evaluación, sin el menoscabo de la calidad del aprendizaje. Las escalas deberían ser lineales, evitando sesgos aditivos que produzcan calificaciones fuera de la escala admitida por la institución (‘overflow’). Tampoco son recomendables correcciones porcentuales, donde se premia al discente de mayor calificación en detrimento del de menor nota. Igualmente, el docente debería ser consciente de la “resolución” en su capacidad correctora, en beneficio del administrado (discente) cuando proceda. Una vez finalizada la fase de valoración de cada parte de la asignatura, no es recomendable el abuso del redondeo al alza en el proceso de evaluación final puesto que se podría incurrir en agravios y otras arbitrariedades. En definitiva, el baremo de valoración y los criterios de evaluación deben garantizar la homologación de la medida del grado de aprendizaje adquirido por discentes de diferentes cursos académicos.