Se dice que hay una institución más inmovilista que la Iglesia: la universidad, de secular parsimonia. A pesar de encontrarnos ante un panorama de constante excepcionalidad (falta de financiación predoc, recortes a discreción en I+D, acreditación inflacionaria, estabilización tardía), nos cuesta salir de nuestra zona de confort indolente, de las normas de uso y costumbres [1], de los hechos consumados y nos incomodan los discursos disruptivos, etiquetados fácilmente como vehementes y desafiantes, incluso insolidarios. Vivimos un cambio de paradigma en la vertebración interna de la Universidad española y con ella, en las reglas que regulan muchas de nuestras acciones.

Seguimos regulándonos con criterios anacrónicos basados en principio de autoridad (magister dixit), escalafón y tiempo de servicio. Esto colisiona con la toma colegiada de decisiones y evita que la plantilla de refresco tome el relevo en liderazgo. Tampoco es defendible la meritocracia per se. Pero sí el mérito junto con la disposición a asumir responsabilidades en el momento oportuno de la carrera académica [2]. Con la creatividad y voluntad suficientes es posible encontrar criterios que consigan dirimir las situaciones que correspondan sin arbitrariedades, protegiendo a los más débiles (PIF, PDI no permanente, PDI no funcionario) y considerando imponderables como la praxis docente y las habilidades blandas (soft-skills): mejora continua, búsqueda de sinergias, gestión de conflictos, iniciativas por el interés general…