La Universidad española lleva adoleciendo patológicamente un estado de constante reforma desde 1983. Si bien entonces las reformas estuvieron justificadas para modernizar las universidades españolas, muchas de las posteriores reformas y contrarreformas aprobadas por diferentes gobiernos apoyados en un maremágnum de indicadores de excelencia y especialización, pero con un velado trasfondo ideológico, no han ayudado a afianzar el modelo de Universidad que necesita la sociedad española actual. Como ejemplo ilustrativo, en febrero de 2015 se aprobó una modificación en el sistema de títulos universitarios [1] sin haber realizado aún la primera evaluación de los títulos impartidos conforme la LOMLOU. Esto revela la arbitraria cadencia de las reformas en España y su volatilidad.

La Universidad en España está sometida a un constante cuestionamiento, a pesar del nacimiento de la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA) [2] y sus homólogas regionales. En febrero de 2013, una comisión de expertos, nombrada por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte con el objetivo de modernizar, internacionalizar y mejorar la calidad de las universidades, de modo progresivo, entregó el documento titulado “Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español” [3], que recibió duras críticas pero que sirvió para inspirar el contenido de los reales decretos donde se modificaba la acreditación nacional para el acceso a los cuerpos docentes universitarios y el de creación, reconocimiento, autorización y acreditación de universidades y centros universitarios.

En 2021 se aprobó el RD por el que se establece la Ordenación de las Enseñanzas Oficiales en el Sistema Universitario Español [4]. También se aprobó el nuevo RD que se establece la creación, adscripción, autorización y acreditación de universidades y centros universitarios [5] y la derogación del Decreto de 8 de septiembre de 1954 que regulaba el Reglamento de disciplina académica de los Centros oficiales de Enseñanza Superior y de Enseñanza Técnica [6]La nueva Ley de Universidades (LOSU) [7] está prevista para comienzos de 2023, que incluirá el (primer) Estatuto del Personal Docente e Investigador, después de 10 años de su anuncio.

A este escenario, hay que añadirle el estado de opinión que crean los medios de comunicación [9] cada vez que aparece un caso de corrupción [10], [11], abusos [12], [13], endogamia [14], [15], científicos de élite no acreditados [16], fraudes científicos [17, 18, 19, 20]… A esta exposición mediática hay que añadir las opiniones de profesores universitarios, identificados como tales, en redes sociales o periódicos [21], donde cuestionan con beligerancia la calidad de la universidad pública o de su propia universidad, en un discurso demagógico y sin autocrítica. Estas manifestaciones públicas dañan la imagen de la institución y cualquier servicio de inspección podría entrar de oficio al considerarlas “actuaciones impropias del profesorado universitario”. 

A pesar de las reformas, es especialmente preocupante la sistémica falta de financiación de las Universidades públicas españolas que debilitan, entre otras, las políticas de recursos humanos, del Personal Investigador en Formación como del PDI laboral, y con ello impiden la renovación natural de una plantilla cada vez más envejecida. En octubre 2020, el informe elaborado por la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) sobre el sistema universitario público andaluz [22] proponía una batería de medidas para mejorar su eficiencia y eficacia, entre las que se encontraban la eliminación de ciertos grados. Sin duda, las conclusiones de este informe sirvieron para forjar el nuevo sistema de financiación de las universidades públicas andaluzas [23].

El debate de la universidad pública es obligado pero debe hacerse de manera sosegada, razonada, apoyado en datos contrastables, con relativa periodicidad y siempre en el seno de la propia universidad. Después, por transparencia, toca publicar las conclusiones o acciones acordadas.