Acostumbrándonos a una nueva vida
Con el paso de las semanas comencé a sentirme plenamente integrada. Después de un mes allí me di cuenta de que, a pesar de las incomodidades y los retos, me sentía plena. Levantarme a las 4:30 de la mañana era difícil, pero lo hacía con la certeza de estar viviendo algo único, que me hacía sentir la persona más feliz y privilegiada del mundo. Muchos dicen que estas experiencias sirven para valorar más lo que tenemos en casa, y es verdad, pero mi gratitud no se dirigía tanto a lo que me esperaba en España como a lo que estaba viviendo en Honduras. Me sentía agradecida por cada instante, aunque también me acompañaba un pequeño síndrome del impostor al pensar que estaba sacando adelante un proyecto grande por mi cuenta.
Después de una hora de autobús por carreteras sin asfaltar y montañas cubiertas de verde, llegar al colegio era como llegar a mi segunda casa. Los compañeros se alegraban de verme y los niños corrían a abrazarme con esa energía que derriba cualquier cansancio. Las jornadas eran largas, de unas diez horas, entre las actividades del TFM, el apoyo psicológico y pedagógico, y las dinámicas de acompañamiento. Acababa agotada, pero con una satisfacción difícil de describir.
Cada semana conocía a alguien nuevo que me contaba su historia, me enseñaba sobre Honduras, me enseñaba la importancia de la religión o simplemente compartía momentos cotidianos. Los fines de semana viajábamos para colaborar en proyectos distintos: repartir uniformes en comunidades alejadas, dar talleres, acompañar a jóvenes en su formación. Esas oportunidades de conocer diferentes realidades, familias y escuelas fueron de lo más enriquecedor. Me sentía muy afortunada de poder aportar mi granito de arena a mejorar en pequeños aspectos, pero a la vez una frustración enorme sintiendo que esto es mucho más grande, t que la realidad del país es muy difícil de cambiar. Constantemente una ambivalencia de emociones.
No solo permanecimos dos meses en la misma ciudad, sino que nos trasladábamos a otras zonas: recuerdo con cariño la populorum de Marcala, donde convivimos con jóvenes estudiantes, o la comunidad de El Rifle, perdida entre montañas, donde apoyamos en el colegio. Cada lugar nos regalaba una experiencia diferente y única.
Uno de los aspectos que más me marcaron fue la riqueza cultural del país. La música, por ejemplo, está presente en todo momento, la punta garífuna me maravilló con su energía y su vitalidad. Tener la oportunidad de bailar con la gente local era en una oportunidad.
La comida también fue una ventana a la identidad hondureña. No había día que no comiéramos tortilla y, por supuesto, el café hondureño, uno de los mejores que he probado en mi vida, con un aroma y un sabor que parecían contener toda la esencia de la tierra.
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