La llegada. 23 de agosto de 2025.
Volver a América Latina siempre es un gusto, pero hoy se siente extrañamente familiar, un volver a casa. Mi nombre es Elena y soy mexicana, llevo cuatro años viviendo en España. Dos másteres, dos cambios de ciudad, 8 mudanzas y casi tres años de no pisar Latinoamérica, pero estoy de vuelta.
Ahora en El Salvador. Sólo me tomó 30 horas de vuelo, con 3 conexiones y 5 horas de bus desde Guatemala. Me ha recibido Montse, mi tutora por parte de la cooperación andaluza, una catalana enamorada de El Salvador que se quedó. Se quedó desde hace más de dos décadas tras un viaje mochila al hombro desde la Patagonia, un viaje que también fue de carretera. Sí, cruzó Latinoamérica en moto. Y es importante aclara que, sí, hablamos de Latinoamérica y no Hispanoamérica, porque la identidad no la deciden otros, la decide el pueblo, los pueblos, todos los pueblos. Al menos desde una mirada alejada de la visión neocolonial recalcitrante que no para de reconstruirse otra vez, en Europa, ahora desde el discurso público y atendiendo a intereses muy concretos (y muy dispares a la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo sostenible). En fin, volviendo a Montse que ella se quedó y aprendió, deconstruyó y se arraigó y ahora es una salvadoreña más quién a veces (y sobre todo como suele ser con quienes experimentamos la realidad migrante) lo único que le pesa realmente es estar lejos de la familia, porque tu hogar ya no está en el lugar en que naciste.
Después de conocer a mi amable casera Nati y dejar las maletas, comenzó el primer día. ¿Qué es lo que noté? Compromiso, cercanía, entusiasmo, una mano amiga que acoge. Pero también miedo, incertidumbre, desasosiego, dolor, mucho dolor. Supongo que decir así las cosas sin que medie una oración que conecte puede parecer burdo, inconexo o hasta absurdo, pero eso quiero transmitir, que mi primer encuentro fue así, un parteaguas, profundo a manos llenas pero ambivalente, de una alta intensidad que se percibe enseguida contrastante.
Y no podía ser de otra manera. Conocía de antemano el pasado de lucha de El Salvador, primero estando en México, hace ya unos años, cuando comencé a interesarme por los procesos de construcción de paz, con el «qué pasa después de», la historia de los vencidos, al fin y al cabo, pensando en Miguel León Portilla.
A Latinoamérica han llegado las comisiones de la verdad, los procesos de justicia transicional, tenemos un Sistema Interamericano de Derechos Humanos sólido, coherente, un referente que nace de la lucha social, del insistir y del resistir y sí, se ha avanzado mucho (aunque el norte global no suela hablar de ello), pero parece ser que, la historia de Latinoamérica, es como un río de caudal fuerte, en donde siempre se nada a contracorriente y que, aunque sintamos que tocamos la riviera, la tierra mojada, a veces, todos los esfuerzos titánicos e incansables que supusieron las vidas de varias generaciones enteras, solo han alcanzado para mantener apenas, la cabeza fuera del agua.
En fin, que a lo que quería llegar es que, al conocer ALGES (la organización histórica que salvaguarda los derechos de las personas lisiadas de guerra de El Salvador) punto de encuentro (y hogar) de mis entrañables compañeros en estas cortitas, pero significativas ocho semanas, eso fue lo que percibí. Una calidez humana enorme, pero también muchas heridas, heridas de una lucha que aún no termina y que ahora incluso, se encuentra con una realidad que parece más difícil de hacerle frente.
Los salvadoreños son personas suaves, yo diría eso, suaves, aunque también muy fuertes, llamó mi atención que en las reuniones de la Junta Directiva Nacional y del equipo técnico (como cada lunes desde 1997). Victorino, el Jefe de Organización tenía un tono así, suave. Mientras organizaba 14 Departamentos (división territorial administrativa de El Salvador) en razón de sus respectivas labores, de la logística, los presupuestos, las salidas a terreno y un largo etcétera; en todo momento, se mantuvo firme, enfocado y con un tono de voz muy, muy bajo, a veces casi imperceptible.
Pero todo el equipo en ningún momento parpadeó, todos escucharon con atención a cada detalle, tomaron nota, participaron, enriquecieron el diálogo, y es que es así, o así debería ser, al menos. Organizar debe ser tarea de quién sabe poner de acuerdo a una comunidad, quién es cercano y sabe comunicar, quién tiene ideas claras, quién coordina, quién optimiza las maneras de colaborar, no quién habla más fuerte, quién impone, quien crea animadversión, quién siembra discordia y crea antagonismo. Liderazgo, le llaman. 
El tono no es ceremonial ni formal, sí técnico, pero sólo cuando es necesario. Más allá de eso, siempre hay un espacio para la cercanía (en la que seguiré haciendo énfasis), un sentido del humor común y una preocupación genuina por el otro. Exige una suave sutileza recordar las situaciones que cada uno vive: si es que existe un familiar delicado de salud de uno de los presentes, la canción favorita del motorista, aquella anécdota en terreno de la que todos se acuerdan (y ríen), el sabor favorito de pupusas de la niña Glorita y en mi caso, la dieta vegetariana de uno de los nuevos integrantes. Una más al fin.
Pero esa misma tarde, se reveló ante mí, la otra cara, a veces solemne, a veces, doliente. ¿Qué esta pasando en El Salvador? Nayib Bukele está pasando.
Una nueva institucionalidad, afirman algunos. Si bien, había permanecido hasta cierto punto (e intencionalmente) alejada de la figura de Bukele, hasta en tanto no pisar El Salvador y escuchar de viva voz de los salvadoreños lo que estaba pasando, algo parecía no estar bien. Y no, no lo estaba.
Empiezan a salir hechos a raudales. Primera fueron las maras, sí, hubo una época en que los diarios internacionales mencionaban todo el tiempo a El Salvador, pero no por las mejores razones. Pandillas, secuestros, homicidios, drogas. Llegó Bukele como una figura casi mesiánica de planteamientos simples, entendibles para todos: detenciones masivas, penas muy altas (abandonando el principio de proporcionalidad del derecho penal), sentencias muchas sentencias. Control absoluto de la Asamblea Legislativa, Militarismo, un régimen de excepción desde el 27 de marzo de 2022, 3 años y contando.
Después vinieron objetivos concretos, líderes comunitarios, ambientalistas, defensores de los derechos humanos y del territorio, activistas, abogados y médicos, todos detenidos solo por mantenerse en una opinión política radical: la conciencia social. Luego escaló, comuneros, obreros trabajando, limpiando, reparando, madres trabajadoras, profesoras, literalmente cualquiera. Había que llenar una cuota.
Cerrar canales, tirar puentes, crear realidades alternas, controlar el discurso ¿Qué podría salir mal? ¿Quién podría contradecir la realidad creada por Nayib Bukele?
Bueno, pues quizá quienes vienen de fuera, quienes vienen y van, pero que al mismo tiempo se interesan, quienes con el tiempo se sienten un poco de acá, quienes crean lazos y conocen la realidad social, los que ¿por qué no? invierten fondos, diseñan proyectos, los ejecutan, pero también evalúan, también son mensajeros, también tienen el privilegio de tener voz. El norte global al fin, pero dentro de este, los que están. Ellos son el siguiente objetivo.
La solidaridad internacional no comenzó ahora, tiene historia, una historia muy profunda y muy arraigada, identitaria, en todos y cada uno de los salvadoreños. Durante el conflicto armado hubo reconocimiento internacional hacia los combatientes como fuerza legítima del pueblo. Varios cientos de médicos extranjeros formaron a miles de sanitarias y sanitarios que salvaron la vida de sus compañeros combatientes, pero también de niños y de ancianos. Heridos graves fueron atendidos en hospitales en Cuba, formación táctica y militar desde muchas latitudes, decenas de miles de refugiados en el norte global, ayuda humanitaria del CICR. No, la solidaridad internacional no es nueva en El Salvador
Así inició el primer día.
Unidad, solidaridad y lucha.25 de agosto de 2025.
El Salvador, es el país más pequeño de todo Centroamérica, cuenta con una superficie de apenas 21,040 kilómetros cuadrados y 6,3 millones de habitantes. Es un país joven: casi la mitad de su población (47,9%) tiene menos de 29 años, de acuerdo con la ONAC (Oficina Nacional de Estadística y Censos). Pero juventud no siempre significa prosperidad, a veces se traduce en contrastes, puesto que la pobreza multidimensional, va en aumento. Mientras en 2019 el 22,8% de los hogares vivía en pobreza, en 2023 la cifra creció hasta el 27,2%. Datos duros que evidencian desigualdades, sí, sin embargo, pretender conocer a El Salvador a partir de la mirada solemne de las cifras, sería un error.
Porque El Salvador también es café, uno de calidad excepcional, que se exporta con orgullo y es cultivado en sus microclimas. Es cordillera y es volcán (242 volcanes cubren su territorio y al menos 36 de ellos se encuentran activos), también es playa de aguas tibias y altas olas que atraen a surfistas de todo el mundo. Y sobre todo, es mesa abundante y generosa, la tierra de las deliciosas pupusas, emblema de su gastronomía tradicional, en donde también se encuentran humeantes tamales, riguas, sopa de pata y platillos como la yuca frita con chicharrón, en donde también destacan bebidas como el atol en sus infinitas versiones. Las tortillas acá son gruesas al menos para una mexicana, pero guardan la misma vocación de reunir.

Quien tiene la fortuna de conocer a El Salvador encontrará que las hierbas no solo son especias ni tés, sino el ingrediente que da esencia a los platos: ya sea el chipilín, la verdolaga, el cochinito, el loroco (mi favorito) o la flor de izote, que además de alimentar y sazonar también es reconocida como su flor identitaria.
El Salvador también se reconoce en el torogoz, ave nacional de plumaje verde, turquesa y cobrizo que simboliza libertad pues no sobrevive en cautiverio y unidad familiar, porque en las familias de torogoz padre y madre, crían juntos.
Pero más allá de la geografía y la gastronomía, El Salvador es comunidad. Aquí se coopera, se comparte, se sostiene al otro. Es un país donde la amabilidad se convierte en cercanía, la resiliencia en fortaleza y el humor en herramienta de resistencia. Una forma de ser que tiene raíces en la memoria del conflicto armado.
Y claro que no todo ha sido armonía. En 1981 comenzó oficialmente la guerra civil, resultado de décadas de desigualdad, represión militar sistemática, encarcelamiento masivo de presos políticos y reformas al código penal que calificaban cualquier forma de subversión como un acto terrorista mientras suprimían el derecho a la libre asociación en todo el territorio. El asesinato del del defensor de derechos humanos Monseñor Oscar Arnulfo Romero en 1980 encendió una indignación que ya no pudo detenerse.
El pueblo salvadoreño se organizó con convicción y disciplina en todos los niveles, desde instrucción militar y política, brigadas médicas (conformadas a partir de la educación popular), el establecimiento de voceros políticos en el ámbito nacional e internacional (incluyendo una comisión diplomática), el perfeccionamiento de las comunicaciones a través de la radio popular y prensa escrita para combatir el discurso oficialista, y esfuerzos constantes desde el pueblo para garantizar la seguridad alimentaria que mantuviera viva la lucha, mientras muchas familias desplazadas por el conflicto (en las guindas) buscaban proteger su vida de las masacres efectuadas por las fuerzas armadas, buscando refugio en Honduras.
El conflicto duró doce años y dejó más de 75,000 muertos y miles de desaparecidos y desplazados. Aún en la actualidad esta lucha es reconocida internacionalmente, así como lo es la legitimidad de sus causas.
El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, conformado por cinco organizaciones (FPL, ERP, RN, PCES y PRTC) luchó de forma organizada durante más de una década y venció, firmando junto al gobierno salvadoreño representado por el ex mandatario, Alfredo Cristiani, los Acuerdos de Paz en Chapultepec, México, el 31 de diciembre de 1992, tras 21 meses de negociaciones.
La firma puso fin a la lucha armada, pero no a sus consecuencias. Quienes sobrevivieron, ahora enfrentaban nuevos retos: reconstruir una vida dentro de una nueva institucionalidad, hacer frente a múltiples duelos y en muchos casos aprender a vivir con una discapacidad adquirida a partir de la guerra y las secuelas del trauma.
De ese contexto doloroso nació una nueva forma de lucha civil: el 12 de julio de 1997 se fundó la Asociación de Lisiados de Guerra de El Salvador, Héroes de Noviembre del 89 (ALGES). Una organización civil conformada por antiguos combatientes que cambiaron las armas por la defensa de sus derechos, y que hoy representan: unidad, solidaridad y lucha.
Una nueva etapa para ALGES- 30 de agosto de 2025.
ALGES nació en un contexto de posguerra marcado por profundas heridas sociales y miles de cuerpos lisiados por la violencia. Más de 40,000 personas adquirieron una discapacidad como consecuencia directa del conflicto armado, lo que configuró un nuevo colectivo con necesidades apremiantes. Frente a esa realidad, 423 salvadoreños decidieron organizarse en defensa de derechos básicos reconocidos en el Decreto 416: salud, rehabilitación, capacitación y empleo. Su apuesta fue clara: resistir desde la organización.
A diferencia de otras agrupaciones de la época, centradas en cabildeos que beneficiaban a exmiembros de las fuerzas armadas, ALGES buscó representar genuinamente a las víctimas del conflicto. Su mayor aporte, no obstante, fue haber demostrado una capacidad de reconciliación histórica: desde 1998 acogió en su seno a excombatientes del FMLN, a exmilitares y a civiles sobrevivientes con discapacidad. De ese modo, la Asociación se convirtió en un espacio de encuentro entre sectores antes enfrentados, sentando bases para una paz más inclusiva.
Mi experiencia como voluntaria se concentró en dos momentos. El primero fueron los actos conmemorativos de los 28 años de ALGES, celebrados entre el 11 y el 27 de julio de 2025 en los 14 departamentos del país. Allí se articularon encuentros entre afiliados, directivos y supervisores que no solo recordaron el pasado, sino que también analizaron críticamente el presente.
El panorama que emergió de esas discusiones no fue alentador. Entre las amenazas identificadas estuvieron la desaparición de organismos encargados del pago de pensiones, la transferencia de competencias que limitan la autonomía comunitaria y la creación de marcos legales que obstaculizan proyectos locales. Todo ello refleja una estrategia estatal orientada a debilitar a la sociedad civil organizada. Como respuesta, la conclusión fue que ALGES debía actualizar sus estrategias y fortalecer sus procesos organizativos frente a la nueva institucionalidad.
El segundo momento de mi voluntariado fue un ejercicio de memoria centrado en mujeres y adolescentes sobrevivientes del conflicto. A través de entrevistas y retratos narrativos, se buscó visibilizar sus experiencias. El reto fue enorme: dificultades logísticas para llegar a las comunidades, poco tiempo para realizar entrevistas y, sobre todo, el peso emocional de abordar relatos tan duros. No obstante, el aprendizaje fue muy valioso.
Las mujeres entrevistadas dejaron ver dos dimensiones de la resistencia. Por un lado, el sentido de pertenencia comunitaria que las sostuvo en los momentos más oscuros. Por otro, una conciencia social que, con el tiempo, se ha transformado en participación activa en foros públicos, en liderazgos locales y en propuestas de políticas públicas. La lucha, en este sentido, no se extingue: se reinventa
De todo este proceso se desprenden varias reflexiones. La primera, la necesidad de permanecer atentas frente a los intentos de restringir derechos. La segunda, el reconocimiento pendiente al papel de las mujeres en la guerra: su aporte ha sido sistemáticamente invisibilizado y su acceso a beneficios, muy limitado. La tercera, la persistencia de secuelas emocionales como el estrés postraumático, que prolongan el sufrimiento incluso en tiempos de paz.
Finalmente, tres certezas fundamentales orientan la experiencia:
La lucha armada y la defensa de derechos son expresiones legítimas de resistencia, cada una adecuada a su tiempo y contexto.
Todo proceso de lucha debe garantizar continuidad generacional; de lo contrario, corre el riesgo de extinguirse.
Quien ha enfrentado la injusticia ya no puede volver atrás. La conciencia adquirida y la práctica cotidiana de resistencia convierten la lucha en una forma de vida.
Hoy ALGES se encuentra en un proceso de transición hacia una estructura más sólida y sostenible. Su reto consiste en transmitir a las nuevas generaciones no solo un ideario político, sino también los medios para resistir en un entorno cada vez más adverso. La historia de la Asociación demuestra que la lucha no se limita al pasado: se expande, se transforma y se resignifica en cada momento histórico.

Segunda entrada: unidad, solidaridad y lucha.
El Salvador, es el país más pequeño de todo Centroamérica, cuenta con una superficie de apenas 21,040 kilómetros cuadrados y 6,3 millones de habitantes. Es un país joven: casi la mitad de su población (47,9%) tiene menos de 29 años, de acuerdo con la ONAC (Oficina Nacional de Estadística y Censos). Pero juventud no siempre significa prosperidad, a veces se traduce en contrastes, puesto que la pobreza multidimensional, va en aumento. Mientras en 2019 el 22,8% de los hogares vivía en pobreza, en 2023 la cifra creció hasta el 27,2%. Datos duros que evidencian desigualdades, sí, sin embargo, pretender conocer a El Salvador a partir de la mirada solemne de las cifras, sería un error.
Porque El Salvador también es café, uno de calidad excepcional, que se exporta con orgullo y es cultivado en sus microclimas. Es cordillera y es volcán (242 volcanes cubren su territorio y al menos 36 de ellos se encuentran activos), también es playa de aguas tibias y altas olas que atraen a surfistas de todo el mundo. Y sobre todo, es mesa abundante y generosa, la tierra de las deliciosas pupusas, emblema de su gastronomía tradicional, en donde también se encuentran humeantes tamales, riguas, sopa de pata y platillos como la yuca frita con chicharrón, en donde también destacan bebidas como el atol en sus infinitas versiones. Las tortillas acá son gruesas al menos para una mexicana, pero guardan la misma vocación de reunir.
Quien tiene la fortuna de conocer a El Salvador encontrará que las hierbas no solo son especias ni tés, sino el ingrediente que da esencia a los platos: ya sea el chipilín, la verdolaga, el cochinito, el loroco (mi favorito) o la flor de izote, que además de alimentar y sazonar también es reconocida como su flor identitaria.
El Salvador también se reconoce en el torogoz, ave nacional de plumaje verde, turquesa y cobrizo que simboliza libertad pues no sobrevive en cautiverio y unidad familiar, porque en las familias de torogoz padre y madre, crían juntos.
Pero más allá de la geografía y la gastronomía, El Salvador es comunidad. Aquí se coopera, se comparte, se sostiene al otro. Es un país donde la amabilidad se convierte en cercanía, la resiliencia en fortaleza y el humor en herramienta de resistencia. Una forma de ser que tiene raíces en la memoria del conflicto armado.
Y claro que no todo ha sido armonía. En 1981 comenzó oficialmente la guerra civil, resultado de décadas de desigualdad, represión militar sistemática, encarcelamiento masivo de presos políticos y reformas al código penal que calificaban cualquier forma de subversión como un acto terrorista mientras suprimían el derecho a la libre asociación en todo el territorio. El asesinato del del defensor de derechos humanos Monseñor Oscar Arnulfo Romero en 1980 encendió una indignación que ya no pudo detenerse.
El pueblo salvadoreño se organizó con convicción y disciplina en todos los niveles, desde instrucción militar y política, brigadas médicas (conformadas a partir de la educación popular), el establecimiento de voceros políticos en el ámbito nacional e internacional (incluyendo una comisión diplomática), el perfeccionamiento de las comunicaciones a través de la radio popular y prensa escrita para combatir el discurso oficialista, y esfuerzos constantes desde el pueblo para garantizar la seguridad alimentaria que mantuviera viva la lucha, mientras muchas familias desplazadas por el conflicto (en las guindas) buscaban proteger su vida de las masacres efectuadas por las fuerzas armadas, buscando refugio en Honduras.
El conflicto duró doce años y dejó más de 75,000 muertos y miles de desaparecidos y desplazados. Aún en la actualidad esta lucha es reconocida internacionalmente, así como lo es la legitimidad de sus causas.
El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, conformado por cinco organizaciones (FPL, ERP, RN, PCES y PRTC) luchó de forma organizada durante más de una década y venció, firmando junto al gobierno salvadoreño representado por el ex mandatario, Alfredo Cristiani, los Acuerdos de Paz en Chapultepec, México, el 31 de diciembre de 1992, tras 21 meses de negociaciones.
La firma puso fin a la lucha armada, pero no a sus consecuencias. Quienes sobrevivieron, ahora enfrentaban nuevos retos: reconstruir una vida dentro de una nueva institucionalidad, hacer frente a múltiples duelos y en muchos casos aprender a vivir con una discapacidad adquirida a partir de la guerra y las secuelas del trauma.
De ese contexto doloroso nació una nueva forma de lucha civil: el 12 de julio de 1997 se fundó la Asociación de Lisiados de Guerra de El Salvador, Héroes de Noviembre del 89 (ALGES). Una organización civil conformada por antiguos combatientes que cambiaron las armas por la defensa de sus derechos, y que hoy representan: unidad, solidaridad y lucha.

Tercera entrada: una nueva etapa para ALGES
ALGES nació en un contexto de posguerra marcado por profundas heridas sociales y miles de cuerpos lisiados por la violencia. Más de 40,000 personas adquirieron una discapacidad como consecuencia directa del conflicto armado, lo que configuró un nuevo colectivo con necesidades apremiantes. Frente a esa realidad, 423 salvadoreños decidieron organizarse en defensa de derechos básicos reconocidos en el Decreto 416: salud, rehabilitación, capacitación y empleo. Su apuesta fue clara: resistir desde la organización.
A diferencia de otras agrupaciones de la época, centradas en cabildeos que beneficiaban a exmiembros de las fuerzas armadas, ALGES buscó representar genuinamente a las víctimas del conflicto. Su mayor aporte, no obstante, fue haber demostrado una capacidad de reconciliación histórica: desde 1998 acogió en su seno a excombatientes del FMLN, a exmilitares y a civiles sobrevivientes con discapacidad. De ese modo, la Asociación se convirtió en un espacio de encuentro entre sectores antes enfrentados, sentando bases para una paz más inclusiva.
Mi experiencia como voluntaria se concentró en dos momentos. El primero fueron los actos conmemorativos de los 28 años de ALGES, celebrados entre el 11 y el 27 de julio de 2025 en los 14 departamentos del país. Allí se articularon encuentros entre afiliados, directivos y supervisores que no solo recordaron el pasado, sino que también analizaron críticamente el presente.
El panorama que emergió de esas discusiones no fue alentador. Entre las amenazas identificadas estuvieron la desaparición de organismos encargados del pago de pensiones, la transferencia de competencias que limitan la autonomía comunitaria y la creación de marcos legales que obstaculizan proyectos locales. Todo ello refleja una estrategia estatal orientada a debilitar a la sociedad civil organizada. Como respuesta, la conclusión fue que ALGES debía actualizar sus estrategias y fortalecer sus procesos organizativos frente a la nueva institucionalidad.
El segundo momento de mi voluntariado fue un ejercicio de memoria centrado en mujeres y adolescentes sobrevivientes del conflicto. A través de entrevistas y retratos narrativos, se buscó visibilizar sus experiencias. El reto fue enorme: dificultades logísticas para llegar a las comunidades, poco tiempo para realizar entrevistas y, sobre todo, el peso emocional de abordar relatos tan duros. No obstante, el aprendizaje fue muy valioso.
Las mujeres entrevistadas dejaron ver dos dimensiones de la resistencia. Por un lado, el sentido de pertenencia comunitaria que las sostuvo en los momentos más oscuros. Por otro, una conciencia social que, con el tiempo, se ha transformado en participación activa en foros públicos, en liderazgos locales y en propuestas de políticas públicas. La lucha, en este sentido, no se extingue: se reinventa
De todo este proceso se desprenden varias reflexiones. La primera, la necesidad de permanecer atentas frente a los intentos de restringir derechos. La segunda, el reconocimiento pendiente al papel de las mujeres en la guerra: su aporte ha sido sistemáticamente invisibilizado y su acceso a beneficios, muy limitado. La tercera, la persistencia de secuelas emocionales como el estrés postraumático, que prolongan el sufrimiento incluso en tiempos de paz.
Finalmente, tres certezas fundamentales orientan la experiencia:
La lucha armada y la defensa de derechos son expresiones legítimas de resistencia, cada una adecuada a su tiempo y contexto.
Todo proceso de lucha debe garantizar continuidad generacional; de lo contrario, corre el riesgo de extinguirse.
Quien ha enfrentado la injusticia ya no puede volver atrás. La conciencia adquirida y la práctica cotidiana de resistencia convierten la lucha en una forma de vida.
Hoy ALGES se encuentra en un proceso de transición hacia una estructura más sólida y sostenible. Su reto consiste en transmitir a las nuevas generaciones no solo un ideario político, sino también los medios para resistir en un entorno cada vez más adverso. La historia de la Asociación demuestra que la lucha no se limita al pasado: se expande, se transforma y se resignifica en cada momento histórico.
