Es curioso cómo una sigue sorprendiéndose con cada viaje. Como quien carga la mochila y salta de un lugar a otro, entro en contacto con nuevas historias, paisajes y personas que me muestran otras realidades. Esta vez, la experiencia me ha llevado al oriente boliviano, un lugar que en mi imaginación era distante y que ahora se convierte en mi día a día.
Antes del viaje
Meses antes, mientras preparaba la solicitud de la ayuda, me invadía la emoción de poder conocer más de cerca el continente latinoamericano. Recuerdo a una amiga preguntándome si me sentía lista para volver a cruzar el océano. Yo respondí que sí, convencida. Pero conforme se acercaba la fecha, aparecieron los nervios, los miedos, las dudas y las penas por dejar atrás lo que estaba construyendo en España: proyectos, familia, amistades, amores. En esos momentos me repetía que esta experiencia no era en vano, que venía a sumar, aprender, cuestionar, aportar y crecer. Inhalo, exhalo, acepto… y salto.
El viaje
El trayecto fue largo: primero un AVE a Madrid, luego un vuelo a Bogotá, horas de espera, y finalmente el avión a Santa Cruz de la Sierra. Allí, de madrugada, me esperaban dos compañeros del proyecto para conducirme al día siguiente al municipio donde viviré, a nada menos que 600 km de la ciudad más cercana. Agradecí mucho su acogida: con calidez, entre risas y bromas me hicieron sentir parte desde el primer momento. Pasé la noche en un hostal, mientras lidiaba con el jet lag —eran las 4 a.m. en Bolivia pero mi cuerpo sabía que eran ya las 10 de la mañana en España—. Dormir fue casi imposible.
Primeras impresiones de Santa Cruz
A la mañana siguiente, al recorrer Santa Cruz en camioneta, empiezo a notar los contrastes con Europa. El tráfico caótico, vehículos antiguos circulando entre vendedores ambulantes que ocupan cada esquina, edificios con fachadas gastadas y carteles descoloridos. La gente cruza la calle sin semáforos ni pasos de cebra, y la basura plástica se acumula en las aceras. También veo filas interminables de camiones en gasolineras, dando la vuelta a la manzana, esperando días o semanas para repostar. Conversando con mis compañeros, escucho sobre la crisis económica y política que atraviesa Bolivia y las esperanzas de cambio que despiertan las elecciones. Me sorprende darme cuenta de lo poco que en España llegan noticias sobre esta realidad.

Llegada al pueblo y adaptación
Después de varias horas de viaje, llegamos al pueblo que ahora se presenta como mi hogar. Para asentarme y crear un equilibrio en medio de tantos cambios, decido empezar cada mañana con ejercicio, movimiento y meditación. Aquí el sol amanece temprano y la jornada laboral empieza a las 8, así que mis rutinas comienzan a las 5 o 6 de la mañana. Los primeros días, gracias al jet lag, esto no resulta tan duro, aunque sí me cuesta terminar la jornada a las 6 de la tarde y encontrarme que el sol ya se ha puesta. Es una mezcla extraña: como un invierno español, pero a 40 ºC de temperatura!
Los primeros días no son fáciles, extraño mucho a mi gente, cada noche los sueño. Pero poco a poco voy encontrando formas de afirmarme en este nuevo espacio.
El proyecto y las comunidades chiquitanas
El proyecto en el que participo trabaja con comunidades indígenas chiquitanas que viven en zonas rurales, a más de 150 km del municipio, accesibles sólo por un camino de tierra y piedras. Ese aislamiento hace que el contacto con servicios básicos y mismamente con el Estado sea muy limitado.
La organización impulsa proyectos integrales: talleres de nutrición, higiene, salud, género, agua y ecosistemas; formación en apicultura para que las familias produzcan miel; huertas ecológicas para mejorar la alimentación y ganar soberanía alimentaria; y la transformación de frutos silvestres (en galletas, barritas energéticas, refrescos…) para dar valor agregado a los productos locales. Estos alimentos, además, pueden abastecer a programas de alimentación escolar en la zona. También se instalan placas solares que permiten acceder al agua subterránea, una mejora fundamental para la vida cotidiana.

Algo que me conmueve especialmente es el papel de las mujeres. Ellas sostienen la vida comunitaria, cuidan de los hogares y educan a los niños en un clima caluroso de mucho esfuerzo, mientras que los hombres suelen trabajar en haciendas y a veces pasan semanas e incluso meses fuera. El proyecto trabaja con un enfoque de género, fortaleciendo su liderazgo, creando confianza en sus capacidades y abriendo espacios para que tomen decisiones en las comunidades.

Reflexión personal
Esta primera semana ha sido un choque de realidades. Vengo de un contexto urbano europeo, donde damos por sentadas muchas cosas, y aquí me encuentro con formas distintas de vida, con desafíos materiales enormes pero también con fortalezas comunitarias. La experiencia me invita a cuestionar mis privilegios y a mirar con más humildad y respeto. He viajado antes por Argentina, Chile y Brasil, pero esta vez el contraste me golpea con más fuerza.
Conclusión y expectativas
En estos primeros días siento que ya estoy aprendiendo tanto como lo que pueda aportar. Observar cómo la cooperación se construye no desde “dar” sino desde el trabajo conjunto, desde acompañar procesos y aprender de los saberes locales, me parece una lección poderosa. Espero que las próximas semanas me permitan seguir conociendo más a fondo a las comunidades, escuchar sus historias y participar en iniciativas que refuercen su bienestar. Sobre todo, deseo que este camino sea de ida y vuelta: que yo pueda aportar desde mis conocimientos, pero también dejarme transformar por todo lo que aquí se vive.
Segunda entrada al blog. “Mitad de camino: entre certezas que se deshacen y nuevas raíces”
A mitad de este camino, desde el oriente boliviano, siento que la experiencia de cooperación se ha ido volviendo más introspectiva, más silenciosa. Los primeros días todo era novedad, ahora las jornadas son lentas, el calor es pesado, y a veces cuesta sostener el ánimo. Sin embargo, es justo aquí, en medio de esa quietud y entre las dudas, donde empiezo a ver con más claridad lo que realmente me mueve.
La época húmeda empieza a llegar. Los “surazos” —frentes fríos que se deslocan desde el sur del continente— traen lluvias repentinas que traen un soplo de aire fresco momentáneo y van tiñendo el paisaje de verde. Las nubes descargan con fuerza, pero el calor enseguida vuelve. A veces el clima parece una metáfora de mi propio cuerpo: momentos de alivio, otros de agotamiento. Me doy cuenta de que adaptarse no es solo cuestión de actitud, sino también de cuerpo, de ritmo y de energía.
Vivo en un pueblito pequeño, muy tranquilo, con pocas distracciones -más que el canto de los loros y los guacamayos-. Soy la única voluntaria aquí, compartiendo el día a día con dos compañeros, técnicos del proyecto. La falta de red afectiva, el calor extremo y la distancia de casa me han llevado a un espacio de introspección profunda. Desde la soledad han aparecido preguntas -y respuestas- sobre mis próximos pasos, sobre dónde quiero colocarme y qué cosas me resultan realmente esenciales para sentirme bien.
En las últimas semanas he acompañado talleres en comunidades chiquitanas. Enseñamos a las mujeres a preparar abonos orgánicos, biofertilizantes, insecticidas y fungicidas con materiales sencillos que pueden tener a mano: ají, ajo, ceniza, jabón, bicarbonato, tabaco… Ellas escuchan, comentan, experimentan, se ríen. En muchas comunidades son casi las únicas presentes; sostienen el hogar, el campo y la familia. Me sorprende su fuerza y su entrega frente a un clima tan exigente. Una de ellas, que ha tenido cerca de treinta hijos, me dice entre risas que me anime, que “ellos se cuidan solos”. Me pregunto si será así, o si esa ligereza es también una forma de resistir.
Aquí la vida tiene otros ritmos. Las familias viven con poco, trabajan mucho, y a pesar de las dificultades se percibe un gran sentido comunitario. Cantidad de niñes juegan alrededor nuestra. Apenas se usan los teléfonos; la gente conversa, se mira, está presente. Aprendo que la cooperación también sucede en esos momentos simples, compartiendo tiempo, escuchando, acompañando sin prisa.
También hay cosas que me remueven profundamente. Una de ellas es la cantidad de basura plástica que se ve en las calles y en la naturaleza. Aquí no existen sistemas de recogida regular, y la gente suele quemar los residuos en los patios o dejarlos en los caminos. El plástico aparece por todas partes, y el aire se llena de humo en las tardes. Desde mi mirada de ambientóloga me resulta difícil comprenderlo en un primer momento, pero comienzo a ver que detrás hay falta de recursos, de educación ambiental y, sobre todo, costumbres muy arraigadas.
Esto se suma a que el suelo de esta región es arenoso; cada casa tiene su pequeño patio de tierra, y lo curioso es que los patios que la gente considera “limpios” son los que están completamente desnudos, sin pasto ni plantas. El otro día hablé con un joven que arrancaba la “maleza” con una pala plana. Me dijo que lo hacía para evitar las víboras, aunque después una maestra me explicó que también hay una fuerte presión social: si alguien tiene hierba creciendo en su patio, los vecinos pueden decir que “su casa está sucia”. Desde mi visión eso me duele, porque se percibe el constraste entre estos patios y las parcelas de terrenos abandonados —donde la vegetación crece libre— que el suelo está lleno de vida.
A veces pienso que desde mi lugar poco puedo hacer frente a todo esto. He conocido a un ingeniero ambiental comprometido, que trabaja desde la municipalidad por la preservación de los recursos hídricos y la conservación de especies melíferas y aves locales. Pero a nivel general, me quedo con una sensación de desencanto y de urgencia: hay tantísimo que cambiar, y al mismo tiempo tantas resistencias invisibles que entender antes de poder transformar.
A nivel personal, todo este tiempo me ha enseñado a observarme con más paciencia. Mi cuerpo reacciona a los cambios de clima, de alimentación, de entorno. Ser vegetariana en una cultura que prioriza tanto la carne en cada plato no es fácil. La gente me pregunta curiosa, algunos lo creen inaceptable. Charlo con muchas personas y al parecer soy la primera vegetariana que conocen. Trato de cocinarme siempre que puedo, pero también tengo ganas de conocer la comida tradicional… se encuentra poca verdura en los platos y después de 10 años sin comer carne comienzan mis primeros pasos flexibilizándome… mi intestino no lo soporta, sufro indigestiones fuertes de cada vez.
Para sostener mi bienestar trato de mantener una rutina de movimiento, cocinarme, meditar, escribir, y no perder el contacto con gente querida. A veces me siento desmotivada, cansada o desconectada del propósito inicial, y sin embargo descubro que estos momentos también son parte del proceso y no todo avance se mide en resultados.
Pienso mucho en lo que significa cuidar: cuidar de una misma, del entorno, de las personas. En el fondo, creo que esa es la base de toda cooperación. Aprendo que para poder aportar de verdad necesito también cuidarme, escuchar mis límites, y respetar mis tiempos.
No sé aún qué me dejará esta experiencia cuando termine, pero sí sé que algo está cambiando dentro. Entre el polvo y las lluvias, entre el hacer y el sentir, voy entendiendo que a veces cooperar no es tanto “hacer cosas”, sino aprender a estar: presente, humana, con todo lo que eso implica.

“Lo que queda al final del camino”
Carolina Castro Galdo
La experiencia de mi servicio en Bolivia viene llegando al final, no sin naturalmente estar acompañada de cantidad de cambios: en la últimas semanas me mudo a otro lugar de trabajo, a otra región del país más templada, más amable al cuerpo, en el departamento de Chuquisaca, entre las montañas preandinas de Sucre.
Aquí sigo aprendiendo del arte de cuidar las abejas. En total acompañé desde los estadios iniciales hasta los estadios finales: desde la preparación y manutención de las cajas apícolas, con el tensado de los alambres de los marcos donde se colocan los panales de cera, la fundición y preparación de la cera y la colocación de ésta en los marcos, el pintado de las cajas para su protección frente al clima, la preparación de la nutrición de las abejas para cuando las familias todavía no están suficientemente fuertes… Me coloqué el traje para ayudar en la revisión de las colmenas, centrifugué la miel para sacarla de los marcos, colaboré en el enfrascado, e incluso me llevé un marco de miel de regalo con varios kilos para disfrutar en cada desayuno.
Estoy muy agradecida de poder entender más sobre el proceso de este oro líquido. Conocer el proceso siempre te ayuda a valorar más los productos de calidad artesanal. Las abejas me enseñaron que cada una cumple su papel en un silencioso zumbido, todo esfuerzo se vuelve miel con tiempo y constancia, y la armonía depende del equilibrio del conjunto. En este sentido, la cooperación también es algo así: una colmena donde cada gesto cuenta.
En la región más cercana a la cordillera andina, concretamente por Chuquisaca, se ven en las calles multitud de mujeres con trenzas, falda y sombrero. Portan en sus vestimentas una tradición milenaria de arraigo a la tierra, pertenencia y conexión espiritual: Sus trenzas largas son símbolo de energía vital, de conexión con la tierra, el cosmos y los ancestros; se peinan 2 trenzas que reflejan la dualidad y polaridad existencial, terminando cada trenza en 2 pompones en las puntas también ligadas a un simbolismo andino de estatus o posición social según su tamaño o los colores de éstos. El sombrero de ala ancha de fieltro indica la pertenencia a ciertas comunidades. La falda (o “pollera”) por las rodillas las conecta con los ciclos naturales. El aguayo, una tela cuadrada tejida a mano que llevan en la espalda es generalmente para portar a los bebés o carga, y está bordada con pura simbología andina que remite a animales guardianes y protectores, a montañas, ríos e incluso constelaciones. También las sandalias de cuero o caucho. Cada prenda forma parte de un lenguaje visual identitario que considero un honor para el mundo que siga existiendo, a pesar de la presión del avance de la homogeniezación urbana contemporánea.
De esta experiencia me llevo también la importancia de no romantizar las comunidades indígenas. Son ellas quienes resisten al ritmo acelerado del mundo y mantienen un vínculo más directo con la tierra, pero su realidad está lejos de muchos de los imaginarios que solemos tener desde fuera. A veces, desde una mirada occidental, tendemos a asociar lo “indígena” con imágenes idealizadas -plumas, cánticos, rostros pintados, selvas exuberantes-, pero la vida cotidiana aquí es otra: más silenciosa, más dura, y llena de matices.
Mis actividades fueron en su mayoría de oficina, apoyando tareas de consultoría ambiental, redacción y seguimiento técnico. Sin embargo siento que lo que más me nutrió y disfruté fueron las ocasiones en que pude poner el cuerpo y trabajar con las manos: acompañando talleres, pintando las cajas de las abejas, preparando la cera, sintiendo el olor de la miel o la tierra mojada… y es que el aprendizaje acontece, sobre todo, cuando pasa por el cuerpo, por el contacto directo con lo que se transforma.
Más allá del trabajo, me quedo con las niñeces: con el brillo en los ojos de les niñes y el juego en el aprendizaje. Las niñas de la familia con la que vivía jugaban con una guitarra pintada de azul celeste que porto en mi mochila, me llamaban “amiga” desde casi el primer momento. Me hicieron trenzas por todo el cabello, jugábamos y jugábamos, se metían en mi cama y nos contábamos historias sobre los duendes. Ése fue el acercamiento más cercano y real que tuve en mis 8 semanas.
De cuando todo termina, mirando en retrospectiva parece todo más calmo: una trama tejida de aprendizajes y contradicciones. Nada fue como esperaba, y sin embargo todo tuvo sentido. Agradezco lo aprendido, las manos que me guiaron y acompañaron, la familia que me recibió en su casa con total hospitalidad, las abejas, las niñas, las montañas, los silencios y el tiempo para estar conmigo en introspección.
Aprendí varias palabras en quechua, lengua que sigue viva en las aldeas – una entre las 36 naciones que recorren el territorio boliviano-.
Por terminar, me quedo con éstas:
- Tupananchiskama: hasta que nos volvamos a encontrar.
- Chaskañau: mujer de ojos grandes
Doy gracias, sobre todo, por haber podido estar aquí, experimentando nuevos colores de esta vida, nuevos sabores, nuevas formas de hablar el mismo idioma; por compartir charlas con gente del otro lado del mundo, vivir integrada en la casa de una familia local y reconocer nuevos dogmas, nuevas maneras de mirar.
Me despido con gratitud, sabiendo que algo de esta tierra, de sus abejas y de su gente seguirá vivo dentro de mí.
![]()




























