Este texto es el resultado de un esfuerzo didáctico. Y sé que en día y medio sin Maradona ya se ha escrito tanto sobre él para hartar a cualquiera, y para hastiar a las personas que, por suerte o desgracia, no conocieron sino la faceta mediática del astro argentino durante los últimos tristes y lamentables años. Es a esa gente a la que dedico este intento por diseccionar y fragmentar las dosis de nostalgia que nos ahogan desde el pasado 25 de noviembre de 2020, que nos hacen echarnos de menos. Por ello, no hablo de la realidad, sino de lo que ha sido mi visión de Diego Armando Maradona, pero estoy seguro de que lo podría hacer en nombre de miles o de millones de personas. Por eso mismo, esta discusión, de producirse, sería psicológica o teológica, no racional. La conclusión, la anticipo, es que no se trata de una figura impecable en lo futbolístico y denostable en lo personal. La óptica es diferente: es desde el fútbol que se emitió una señal para el aprendizaje vital, humano y social. Y de ahí el mito, que habla de nosotros/as. Es lo que intentaré explicar, no sin cierto pudor por lo autobiográfico. Pero es que, si no es así, con dosis de valentía y sinceridad, se acaba por no compartir nada.
Podría reactivar este blog con mis cosas, con temáticas como el análisis de la imagen, la semiótica, la didáctica, la comunicación visual y audiovisual, el arte. Pero se trata de un post urgente, que tiene prioridad y creo que habla de mí pero, a la vez, explica lo que sienten millones de personas en el mundo. Vaya por delante que no se trata de un personaje ni una persona ejemplar, que no resiste un análisis frío si no se tiene en cuenta todo lo que intento expresar a continuación.
La primera cuestión, clarísima, es que, si no viviste todo esto en los años ochenta y dentro de un terreno de juego, es normal que no se entienda nada y que la intensidad de miles de argentinos, hinchas y gente de toda condición, ha llevado a despedir a un futbolista como a un ídolo de masas y un líder de no se sabe muy bien qué. Se pide, por tanto, un ejercicio de empatía, de curiosidad antropológica y de inmersión en lo que puede que no sea tu mundo. Yo lo hice con el Reggaetón y hoy día bailo Zumba. Todo es posible.
La segunda, que en realidad es la primera gran lección, llegó “para quedarse”, como nos ha dado por decir, hace muchas décadas. Y fue gracias a Maradona: se constató que había que ser pobre para jugar bien al fútbol. Y eso motivó mucho, muchísimo, al personal, que ya lo intuía. Claro, era estadística. Daba igual que fueras pobre o rico, pero la mayor parte de la humanidad no era rica y fue descubriendo que se podía llegar a la cima del mundo, representada por el trofeo de un mundial, sin haber asistido a un colegio de pago. Maradona confirmó para siempre esa realidad. Los ricos, por primera vez, tenían un hándicap. Y como es mi blog y hablo de mí, lo afirmo. Mis zapatillas caras, recién estrenadas, aunque yo era de una economía media, de nada servían ante aquel niño humilde del equipo rival, que había heredado unas viejas deportivas de su hermano. Era toda una lección de vida.
Se pide, por tanto, un ejercicio de empatía, de curiosidad antropológica y de inmersión en lo que puede que no sea tu mundo
Una tercera cuestión, menos importante pero muy simbólica, era la melena. En los años 80, si no tenías melena, ibas a jugar peor al fútbol. Eso era también así. A veces, casi mejor que ni lo intentaras. Mi hermano, el hermano real, no el alter-ego de construcción social de hermano mayor que fue Maradona, era clavado a Diego Armando. Y jugaba al fútbol, y en el centro del campo. Y federado. Como el pequeño Lalo, al que acogimos con entusiasmo en el Granada C.F., yo fui y sigo siendo, hermano de Dios. De aquel tiempo, sin mover un dedo, todavía mi entorno idolatra a ese hermano real mío, que actuaba como Diego Armando: tenía técnica. Te ganaba, si quería, pero no te humillaba. Te pasaba el balón, te escuchaba y, eso sí, una frase suya quedaba escrita en piedra. Era un liderazgo mesiánico, que pude vivir en unos años fugaces. A lo mejor todo eso fue casualidad, pero si no lo escribo aquí, hoy, puedo olvidarlo. Y sería una pena. Los amigos de la infancia saben de lo que hablo y sintieron lo mismo con los hermanos mayores de aquella época, que ligaban un montón porque tenían melena y sabían regatear.
Una cuarta cuestión, que terminaba ya de socializar y democratizar el firmamento, era que ser bajito y fuerte era casi condición indispensable para ser bueno de verdad en ese deporte. Si lo pensamos, al no ser rico, dejarse greñas y ser bajito estábamos haciendo una llamada a un porcentaje altísimo de la humanidad. Si veías alguien así, sabías inmediatamente que el fútbol era lo suyo. Despertaban un genio y un nervio en el campo que era desconocido en sus vidas. Quizá era triste, pero así eran las cosas. Después del partido, no eran nadie. Los de más de metro ochenta se fueron en peregrinación a las canchas de baloncesto, y crearon una narrativa calma, centrada, de fair play, que aprendía inglés con la NBA y que fue ganando adeptos en los tiempos de la moderación. Huyeron del soez espectáculo futbolístico de la plebe. Yo he visto muchos partidos de baloncesto y he jugado algo. Mis respetos.
Los de más de metro ochenta se fueron en peregrinación a las canchas de baloncesto, y crearon una narrativa calma, centrada, de fair play
Quinta y verdaderamente importante: con él se consolidó el fútbol moderno. Había que ser fuerte y hábil. Había que ganar. Y no debías olvidar la creatividad y la belleza. Y tenías que amar al fútbol y a tus compañeros sobre todas las cosas. Y luego, es verdad, había que devorar el mundo en todos los sentidos. Y pasó lo que pasó con la figura de Diego Armando, décadas después. Y tuvimos que sufrir viendo ese deterioro. Vuelvo al escenario anterior: aquel joven humilde, con ese aspecto, se plantaba ante ti en el campo de tierra de los paseíllos universitarios, o en Haza Grande, o en el estadio del Vandalia, en Peligros (Granada), que vestía de azulgrana, para infundir más terror, si eso era posible. Y si en los minutos previos lo veías manejar el balón, superar 15 o 20 toques sin problemas, retener el esférico en su cabeza, te arrepentías profundamente de no haber seguido especializándote en el tenis de mesa, al que llamábamos pin-pong, porque esos tiempos de campos de arena y polvo no eran nada glamurosos. Y si llevaba una camiseta con un 10 a la espalda o las botas sucias, viejas o desatadas, era el momento en el que te arrepentías completamente de jugar ese partido. Sentías pavor. Luego, si le ganabas, si lo superabas, era como ganarle un poco a alguien como Maradona. Y te reconciliabas con el mundo. Pero el susto inicial no te lo quitaba nadie.
La aportación de Maradona fue táctica, creativa, estratégica. El regate con el exterior, bien con el balón pegado o dándole distancia, era la mejor actualización de Di Stéfano, pero con una gama tan amplia de recursos que lo hacía inigualable hasta ese momento. Si alguien quería ser Maradona, y todo el mundo quería ser como él, tenía que enamorarse de la pelota, obsesionarse con ella. Esa gente, terminaba el partido y seguía tocando el balón, como en un entrenamiento lúdico e infinito. En aquella época, solo los profesionales se duchaban después. Y no había ningún problema de higiene. Los entusiastas, ensoñando, se quedaban solos con el balón. Intentando dar un toque más, retenerlo en la cabeza, hacer un frontón contra una pared que te estaba esperando para afinar la puntería. Y solo la caída de la noche te llevaba obligado a casa. Tengo que recordar que, en aquellos tiempos, un tipo de regate imperaba durante una temporada, como si fuera una moda. Lo repetías hasta interiorizarlo totalmente: un reto que te llevaba meses o años. Un secreto a voces. Y los demás se daban cuenta, claro, y te lo hacían cada vez más difícil. Con el interior, túnel (hoy día le llaman caño), autopase, control orientado, exterior pegado al pie, exterior largo, amagos de todo tipo, vaselina, filigranas de mayor nivel, etc. No los sé enumerar ni describir muy bien, pero Maradona tenía siempre a punto la técnica más adecuada del repertorio. Véanse sus cientos de goles en una maratón televisiva estos días.
En la época de Gento y Di Stéfano, los jugadores eran señores, y no roqueros ni gente de barrio, como el periodo que inauguró Maradona. Un arrabalero así daba esperanza al argentino más olvidado. Una mujer, no muy mayor, en su funeral, aseguró que “Diego” había sido la única ilusión de su infancia. Como trabajo 16 horas de ordenador al día, no me costó monitorizar su funeral y escuchar a los que desfilaban para decir adiós y que, posiblemente, estaban sintiendo todo eso que estoy intentado explicar. También a mí me sirvió de despedida, lo reconozco.
En aquellos tiempos, un tipo de regate imperaba durante una temporada, como si fuera una moda. Lo repetías hasta interiorizarlo totalmente. Empezaba como un secreto y todo el mundo se daba cuenta
Y ahí llega mi sexta cuestión, el ensueño y la realidad. Al emular al que era el más grande, lo encumbrábamos más sin querer. Como no lo teníamos todo (repaso: melena, fuerza, talento, ser bajito, ser de un barrio pobre y que la pelota se pegue a tus pies como un imán), empezamos a conformarnos con ser D. Alfredo y correr la banda, no era poco; ser Gordillo si lo hacíamos desde la defensa por un lateral; Stielike si creíamos en nosotros mismos para salir con el balón controlado desde el centro de la defensa (A hacer eso, en el Granada C.F. se le podría llamar se Lina, que jugó aquel amistoso con Maradona); ser Johan Cruyff si decidíamos correr como si no hubiera un mañana, y meter goles despiadadamente, y ser casi Maradona; ser Schuster si, con el paso de los años, nos íbamos especializando en pases de 40 metros (mi hermano fue Schuster después), o si queríamos demostrar que con ese aspecto caucásico y pelo lacio se podía ser un crack; ser Zinedine Zidane si teníamos vocación de director de orquesta y pensador en lo futbolístico; ser Butragueño o Raúl si, haciendo un poco más de palomeros de la cuenta, decidíamos instalarnos en el área contraria; ser Ronald Koeman si nuestra especialidad eran, exclusivamente, las faltas por las escuadra; ser Mágico González si, con ese temible aspecto, decidíamos tocar el cielo solo durante unos instantes, y luego desaparecer y regodearnos. Y así, describiendo esa fragmentación, podría seguir hasta el infinito, dependiendo del año y la Liga. Pero siempre, si eras el mejor, eras Maradona.
Nos conformábamos con ser Schuster si, con el paso de los años, nos íbamos especializando en pases de 40 metros. También podíamos ser Zinedine Zidane si teníamos vocación de director de orquesta y pensador en lo futbolístico. Pero siempre, si eras el mejor, eras Maradona
En cualquier caso, en esa dispersión, el mejor seguía siendo uno. Los demás, ejercían su apostolado como buenamente podían. Y llegaba la séptima enseñanza o vivencia, que descubrías con el tiempo, décadas después. Maradona, fuera de la cancha, no te humillaba. Cuentan que te apreciaba y te ayudaba, ya fueras un pibe de su barrio, un sintecho de Barcelona, el papa o Fidel Castro. Era un buen tipo, o lo parecía. Y seguramente siempre lo fue, al menos según su círculo más íntimo. Por el contrario, Cristiano Ronaldo llegó para insinuar lo contrario: había que ser enemigo y rival siempre, dentro y fuera. No bastaba con ganar: el otro tenía que perder. Tanto, que la belleza de la jugada no importaba, sino dar un efectivo puntapié. Y para ese viaje, la verdad, no hacían falta esas alforjas. Y la actualización de una idolatría de Instagram y abdominales como tabletas de chocolate hizo el resto. Y todo se volvió grotesco, repleto de ninis y selfies. Años antes, el colombiano Diego Valderrama, con sus tirabuzones, ya anticipó que esa melena dejaba de ser una seña de identidad y no garantizaba nada. Maradona ya se venía pelando hacía años. Otros tiempos.
Por todo ello, pensar que reconocemos al Maradona futbolista, pero no a la persona, es no comprender el sentido del fútbol y del deporte, que es una forma de expresar nuestra visión de la vida. Y Maradona, como intentaron millones de personas, pintó un lienzo inigualable e hizo un ensayo magistral para explicar el mundo. Y lo hizo desde su básica y enérgica personalidad, desde su aire napoleónico para «afrontar las grandes batallas», como ha descrito magistralmente Jorge Valdano en El País. Esa manera de andar rápido, cogiendo la pelota con una mano al salir del vestuario, asumiendo el liderazgo, era pura ilusión. Sin ambages, sin adornos, como llamando a la asertividad. Luego, entre todos, lo encumbramos tanto que él solo cayó rodando desde esa gran cima. Su aproximación a la izquierda latinoamericana hizo que mucha gente de derecha lo despreciara. Normal. Llevaba tatuado al Ché y a Fidel. Eso, además, nos hizo a algunos aproximarnos más todavía al personaje, también por una extraña empatía emocional que no resiste el más mínimo análisis racional.
Y llega una octava cuestión, a comprender en clave española, y que no es fácil explicar. Amar a Maradona era la forma de hermanarnos con Argentina. Si todo un pueblo lo idolatra, yo también. Quizá esté en el inconsciente de la culpa por la colonización americana. O en el gusto por escuchar ese castellano italianizado, esa cadencia al hablar. No estoy muy seguro. Pero respetar a Maradona, incluso en estos últimos días, es la forma de decir te quiero, luchemos juntos, a un pueblo hermano. Y en mi caso, muy particular, el amor por su música y sus cantautores, su literatura, sus costumbres, además de la pasión concreta por el tango, hacen que ya todo sea un bloque, indivisible e innegociable. Y por eso nos gusta escuchar y leer a Jorge Valdano, y porque un uso concreto del lenguaje genera, a veces, un pensamiento realmente lúcido. A lo mejor por eso, las actuales generaciones bilingües no terminan de articular un pensamiento sólido. Nosotros, en España, nunca le llamamos Diego. Para nosotros y nosotras era Maradona, como si quisiéramos dejar esa confianza para los suyos.
En un terreno de juego, Maradona pintó un lienzo inigualable e hizo un ensayo magistral para explicar el mundo. Y lo hizo desde su básica y enérgica personalidad
Y eso lleva a la novena certeza: nos alegra que pierda Inglaterra hasta en las canicas. Y vamos con Argentina. Quien sea un british y sienta pasión por los Beatles, el Soho y por la hora del té no comprende esto. Otros somos de Calamaro, es así. La selección española estuvo ausente durante muchos años, y en mi país siempre íbamos con Argentina o Brasil en las grandes semifinales o finales. A la selección carioca la apoyábamos porque amamos a Pelé, que es todo lo bueno que vengo diciendo de la vida y del fútbol, y mucho más. Y porque a nadie le puede caer mal un pueblo como el brasileño. Y no es casual que lo cite el penúltimo en este texto. El reto de este deporte es ganar a Alemania, casi exclusivamente. Pero si no se diera el caso, que pierda Inglaterra es magnífico, gane quien gane. Su endiablado idioma nos influye, me condiciona, para no entender nada de esa cultura, por más años que pasen. Y la “mano de Dios” hubiera sido algo reprochable en cualquier caso menos ese día de México 86. Valía cualquier método para conseguir la revancha de Las Malvinas. Somos muy felices al recordarlo. Nunca habíamos visto a un genio vengándose en nombre de un pueblo con aquel aire mítico. Y lo rememoramos en nuestra mente. Tampoco resiste un análisis sosegado de lo ejemplarizante que hubiera sido el dichoso fair play. Lo sé.
Nosotros, en España, nunca le llamamos Diego. Para nosotros y nosotras era Maradona, como si quisiéramos dejar esa confianza para los suyos
Y la décima evidencia. Messi es quien es porque quiso ser Maradona. Y ha sido el único que casi lo consigue. Y por eso nos hace dudar al asegurar quién es el mejor de todos los tiempos. Pero no podemos olvidar todo lo anterior para comprender esta comparativa. Y dicho esto, el gran error de Maradona fue creérselo, autoidolatrarse, entrevistarse a sí mismo, asumirse como un Dios. Sin embargo, su imperfección, que no resiste un análisis cabal ajeno a todo esto, insisto, lo encumbró más. Tengo esa sensación. Recordemos aquello de ver perder a alguien como Maradona. Lo humaniza, lo acerca, se le quiere incluso más. Y, como estoy seguro de que alguien hará la crónica de esos errores mejor que yo, he resumido esas 10 cuestiones tan personales y mitómanas, que solo ha vivido media humanidad, para explicar por qué nos vamos a echar tanto de menos con la pérdida de Diego Armando Maradona. Se va parte de mi infancia, de mi ilusión, de mi propio hermano real, de lo que pude compartir con gente tan querida, pero se queda esa emoción del 10 que permanecerá siempre. Y escribo todo eso sin ser un acérrimo futbolero, aunque parezca lo contrario. Hay que imaginar qué puede pensar o sentir una persona de Argentina, de mi generación. Por eso, estos días no estamos hablando de Maradona, sino de nosotros mismos, y de nosotras mismas. Por todo ello, este esfuerzo biográfico por compartir es un texto que podría haberse titulado “De Dioses y hombres”. Gracias, Diego Armando, por esa eterna ilusión.