MI LLEGADA A CAMOAPA.
El calor húmedo, el bullicio de las calles y el paisaje verde me dieron la bienvenida al llegar a Camoapa, Nicaragua. Antes incluso de llegar a mi destino, ya tuve mi primera gran sorpresa: pasé en migración más de 2 horas en el aeropuerto de Managua, ahí fue dónde tomé conciencia de que aquí las cosas tienen su propio ritmo.
En estos primeros días he empezado a descubrir realidades muy distintas a las que conocía: la poca escolarización de muchos niños, la fuerte dependencia económica que todavía existe de las mujeres respecto al hombre y el peso que tiene el sector ganadero en la vida diaria. Por las carreteras es habitual ver grandes rebaños, y los autobuses que recorren la zona llevan no solo pasajeros dentro, sino también pasajeros sobre el techo, algo que me chocó desde el primer momento, pero tras cuatro días, ya es algo habitual.
Camoapa es una zona muy humilde, y la pobreza es evidente en muchos aspectos, sin embargo, algo que me ha sorprendido y admirado profundamente es que, a pesar de las limitaciones y la falta de comodidades como el agua caliente, las calles se mantienen más o menos limpias y la gente cuida mucho su aspecto personal, notándose el esfuerzo y el orgullo por mantener la dignidad y la buena presentación incluso en circunstancias difíciles.
MI VIDA EN CAMOAPA
Ya han pasado varias semanas desde que llegué a Camoapa, y poco a poco este lugar ha dejado de ser solo un sitio nuevo por descubrir para convertirse en parte de mi vida cotidiana, en mi hogar. Lo que al principio me sorprendía, ahora forma parte de un paisaje al que me he acostumbrado.
Durante este tiempo he tenido la oportunidad de acercarme más a la comunidad. He conocido historias de vida marcadas por la sencillez y también por la lucha constante. La falta de recursos sigue siendo evidente, pero también lo es la fortaleza de las personas, su capacidad de sonreír y de abrir su casa al visitante, aunque tengan poco que ofrecer.
A lo largo de mi voluntariado he descubierto que, aparte de la ayuda que uno pueda brindar, lo que más vale es lo que uno recibe: la paciencia para adaptarse a un ritmo distinto al que estamos acostumbrados en Europa, la gratitud por los pequeños gestos y la enorme lección de amor que los locales nos dan a los voluntarios.
Un hábito que no tenía y que ahora forma parte de mi rutina es la misa a las cinco de la tarde, una experiencia que me ha permitido sentir de cerca la espiritualidad y la fe que sostienen a tantas personas en medio de la sencillez y las carencias.
Mi vida diaria aquí es muy distinta a la que estaba acostumbrada: el día comienza a las seis de la mañana con un simple cazo de agua, ya que no hay agua corriente, y termina temprano, alrededor de las siete u ocho de la noche, viendo Melek, una novela turca que se ha convertido en parte de nuestra rutina cotidiana.
Estar aquí me está enseñando a mirar con otros ojos: a valorar la educación como un privilegio, a reconocer el trabajo silencioso de tantas mujeres que sostienen la vida familiar y a entender que la felicidad y el amor pueden brotar incluso en medio de las carencias.
Ha llegado el momento de cerrar esta etapa en Camoapa y hacer un pequeño balance de todo lo vivido. No vine con la idea de “ayudar”, sino con la intención de aportar todo mi amor y mi personalidad a la sociedad de aquí. Ahora, al mirar atrás, siento que recibí mucho más de lo que jamás pude dar: cariño, sonrisas, abrazos, aprendizajes y momentos que guardaré siempre conmigo.
Desde el inicio me sentí acogida como una más. La conexión con las familias fue de lo más especial, en particular mi segunda familia, Auxiliadora y su nieto Santiaguito, que se convirtieron en parte esencial de mi día a día. Ellos me enseñaron que lo verdaderamente importante está en la cercanía, en compartir risas, conversaciones sencillas y gestos de cariño que te hacen sentir en casa, aunque estés lejos.
Hubo también vivencias únicas que marcaron esta experiencia. Recuerdo el día que nos encontramos una boa en medio del camino hacia la fundación, una mezcla de susto y anécdota que nunca olvidaré. También la visita a otra fundación donde aprendimos a cocinar comida distinta de aprovechamiento, como tortillas hechas con cáscara de plátano, que me parecieron un símbolo de creatividad y de respeto por los recursos.
Entre todas las actividades, una que me conmovió especialmente fue la charla sobre igualdad de género, porque esta vez, generó un espacio sincero para pensar, compartir y reflexionar juntos ya que había mucha más confianza. Y en lo cotidiano, no puedo dejar de mencionar la comida: aquí he comido tanto mango y aguacate gigantes que me voy con la sensación de que hasta la naturaleza de este lugar enseña a vivir con abundancia y gratitud.
El final llegó con una despedida muy emotiva. Los niños me llenaron de cartas y palabras de amor y ahí entendí que mi presencia, mi cariño y mi forma de ser habían dejado una pequeña semilla en ellos.
Me voy con el corazón lleno, agradecida por cada persona, cada sonrisa y cada instante que Camoapa me ha regalado y enseñado. Al fin y al cabo, la vida es eso: compartir lo que somos y dejarnos transformar por los demás. Por eso no siento esto como un diós, sino como un hasta pronto, con la certeza de que este lazo seguirá vivo, aunque sea en la distancia.
