Al llegar a Cusco tuve un sentimiento dual: una cierta familiaridad, pero también un fuerte contraste con mi último año en España. Recordé mi ciudad natal, Cúcuta, que al igual que Cusco, es una ciudad secundaria en el contexto nacional —en este caso, de Colombia. Me sorprendió sentir que había perdido algunas de mis “habilidades latinas”. La ciudad me recibió con cierta hostilidad: tráfico denso, mucho movimiento, escaso espacio peatonal, basura en las calles, perros callejeros, trabajadores informales, ruido constante… Era como si uno tuviera que pelear por el espacio, por el derecho a habitar la calle.
Me sentí confundida al principio, pero rápidamente me fui adaptando al ritmo y movimiento. La calidez de las personas que me recibieron contrastaba con la crudeza del entorno, que refleja profundas brechas sociales: desigualdad, pobreza y falta de gestión del espacio público. Cabe aclarar que mi percepción se construye desde la zona central de Cusco, que —como bien se observa en muchas ciudades latinoamericanas— suele concentrar estas dinámicas.
Más adelante, al explorar el centro histórico, me sorprendió encontrar un espacio mucho más ordenado y turístico. Allí se refleja, casi físicamente, la historia de Perú y de América Latina: la mezcla, el mestizaje. Las iglesias coloniales se alzan sobre los templos sagrados de los incas, y los turistas —en su mayoría extranjeros— conviven con las personas locales dedicadas al comercio y al turismo. En ese momento resonaron en mi mente algunas reflexiones de Silvia Rivera Cusicanqui sobre la identidad mestiza como una forma de colonización interna, que disfraza las relaciones de poder bajo la idea de una armonía cultural. Rivera plantea que:
“El mestizaje ha sido una trampa ideológica que busca borrar la memoria indígena y reproducir la dominación colonial desde adentro.”
—Silvia Rivera Cusicanqui, Ch’ixinakax utxiwa: Una reflexión sobre prácticas y discursos
descolonizadores
Esto me hizo reflexionar aún más sobre el contraste con Colombia, donde lo indígena ha sido mucho más invisibilizado. En muchos sentidos, hemos adoptado un modelo occidentalizado que tiende a negar esa otra parte de nuestra identidad. En cambio, en Perú, el pasado precolombino no solo es más visible, sino también motivo de orgullo y, paradójicamente, motor del turismo. Sin embargo, esa visibilidad no garantiza inclusión. Las comunidades campesinas y quechua-hablantes siguen siendo de las más vulnerables y excluidas del país, como lo pude constatar durante mis primeros días de voluntariado, cuando asistí a un taller de habilidades blandas en una comunidad alejada.
Esta es mi primera vez viviendo en otro país de América Latina, y la experiencia me ha llevado a cuestionarme sobre la identidad latinoamericana y su significado: ¿cuáles son nuestras coincidencias?, ¿cuáles nuestras diferencias?, ¿es posible hablar de una identidad compartida basada en el pasado colonial y en los problemas sociales comunes que nos aquejan?
Me reconozco extranjera —en Perú y también en España. Soy “la otra” para mis compañeros de voluntariado, y también para muchas personas peruanas. Y sin embargo, es justamente esta idea de una identidad “latina” la que me ha permitido sentirme parte de algo mayor: de historias, referencias, prácticas y cosmovisiones compartidas. Al mismo tiempo, también soy voluntaria proveniente de España, con los privilegios que implica haber podido estudiar y vivir allí. Paradójicamente, eso también ha moldeado mi experiencia en Perú, acercándome más a mis compañeros europeos, con quienes he podido compartir, comparar, aprender y conectar.


Crónicas desde Guamán Poma: entre la gestión pública y el territorio
El tiempo pasa rápido. Los días corren, y aun así , por momentos siento como si llevara años aquí . Las jornadas transcurren entre el trabajo en oficina y el acompañamiento que realizamos a los talleres de capacitación en las municipalidades. Hemos visitado Poroy, Chinchero y Cachimayo, espacios donde, junto con las y los asistentes, he podido aprender sobre temas fundamentales de la gestión pública: inversiones, contrataciones y Procompite, una ley peruana que busca impulsar el desarrollo productivo mediante la financiación de planes de negocio de emprendedores locales que concursan a través de sus asociaciones en distintos niveles de gobierno.

Ha sido muy interesante observar como la gestión pública se debate entre la necesidad de modernizarse —a menudo tomando como referencia modelos de países como España— y las dificultades que impone la realidad local: la corrupción, la falta de recursos y las escasas herramientas para adaptar las nuevas leyes, diseñadas en Lima, a los contextos diversos del territorio.
Algo que se repite constantemente en los talleres es la falta de interés de muchos funcionarios por formarse en estos temas. Con el tiempo, esa aparente desmotivación cobra sentido: la sobrecarga laboral y las formas de contratación precarias que enfrentan hacen casi imposible que puedan capacitarse o innovar. El sistema, paradójicamente, exige eficiencia y transparencia, pero no ofrece las condiciones necesarias para alcanzarlas.
En momentos así —sobre todo considerando el inestable clima político que atraviesa el Perú — puede resultar frustrante ver como los grandes esfuerzos de las organizaciones sociales se enfrentan a estructuras que parecen diseñadas para que poco cambie. Aún así , cada día salimos a trabajar, y cada día se aprende algo nuevo. Se sigue promoviendo el cambio, incluso asumiendo su dificultad.
Como politóloga, ha sido una experiencia profundamente enriquecedora observar este trabajo de incidencia en las municipalidades: los aciertos, las críticas, y los desafíos que surgen tanto desde quienes formulan las políticas como desde quienes las implementan en el territorio y dan la cara al público. En medio de esa compleja trama institucional, queda claro que transformar lo público no es tarea sencilla, pero sí profundamente necesaria.

Tupananchiskama: hasta que la vida nos vuelva a encontrar
Mis últimos días en el Centro Guaman Poma de Ayala transcurrieron entre emociones intensas. Poco a poco, mis compañeros y compañeras de voluntariado fueron emprendiendo el regreso, y cada despedida dejaba un pequeño vacío, pero también un enorme agradecimiento. Fue inevitable sentir la nostalgia al verlos partir uno a uno, mientras comprendía el lazo de cariño y confianza que se había tejido en tan poco tiempo.
Cada persona dejó una huella especial en el equipo y en la comunidad, y todos nos llevamos también algo invaluable: aprendizajes compartidos, risas, complicidades y la certeza de haber aportado, desde nuestras áreas de conocimiento, a un proyecto común. Más allá del trabajo técnico, construimos emocionalidades y tejido humano, tanto con las personas como con el territorio.
Durante mis últimos días, dediqué gran parte de mi tiempo al Manual para la transversalización del enfoque de género en Guaman Poma, un documento que reúne herramientas conceptuales y metodológicas para incorporar la igualdad en la gestión institucional y en los proyectos. Su construcción fue un proceso de aprendizaje profundo, que combinó la revisión de marcos teóricos con la adaptación a la realidad local y las experiencias del equipo. Incluye orientaciones prácticas, actividades participativas y metodologías sobre temas como la prevención de violencias basadas en género, la economía de los cuidados, la salud sexual y reproductiva, y la comunicación con enfoque inclusivo. Verlo tomar forma fue también reconocer el esfuerzo colectivo de una organización que apuesta por transformarse desde adentro.
Yo fui de las últimas voluntarias en salir. Vi las lágrimas de despedida, pero también las promesas de reencuentro, las sonrisas entre abrazos y esa sensación tan extraña y hermosa de saber que algo cambió dentro de uno mismo. En medio de la nostalgia, también hay plenitud: la certeza de haber vivido algo irrepetible y de haber encontrado, lejos de casa, un lugar donde sentirse parte.
Porque, como decimos en Colombia, “nadie nos quita lo bailado”. A pesar de las partidas, nos quedan las experiencias, los aprendizajes y esos momentos significativos que nos recordarán siempre quiénes fuimos en este lugar. Me despido con una palabra quechua que escuchamos en cada cierre y que resume el espíritu de este viaje:
“Tupananchiskama”, hasta que la vida nos vuelva a encontrar —con los territorios, con las personas, y con esos pequeños hogares que vamos dejando por donde pasamos.




















